El impotente San Sebastián
Con cariño para Juan Jacobo Hernández, que el 20 cumplió 79 años.
Rendimiento: Miren a San Sebastián/ con saetas penetrantes./ Ángel: Éssas la vida le dan,/ que son puntas de diamantes/ con que en gloria está galán.- Fernán González de Eslava, Coloquios espirituales y sacramentales, 1610 (CORDIAM).
El pasado miércoles 20 de enero en la céntrica República de Bolivia, frente a la parroquia de San Sebastián Mártir, parecía que ya era 14 de febrero. Con globos de corazones, chocolates y abrazables peluches en los puestos callejeros, San Valentín se adelantaba triunfante sobre la fiesta que ese día marcaba el calendario litúrgico en honor del soldado romano ensaetado por creer en Cristo.
"¿Qué se le pide al más galán de los intercesores celestiales?", me preguntaba aquella soleada mañana pedaleando rumbo a su templo.
"Obvio: un novio guapo y de buena saeta", respondía mi irreverente agnosticismo.
"Aunque tal poder facilitador", seguí en contrapunto, "se atribuye a mi San Antonio puesto de cabeza".
San Sebastián, recuerda Annette Sandoval en El directorio de los santos (Aguilar, 1997), es patrono de los arqueros, de los soldados –junto con la machorrona Santa Juana de Arco– y también de los atletas (sin duda porque a lo largo de los siglos los artistas lo han representado buenísimo, como gimnasta olímpico sorprendido en las regaderas del deportivo).
Por esa lindura lánguida más que varonil, muchas jotas besanillos episcopales lo consideran el santo gay, y otras más coleccionan sus inagotables representaciones, del arte a las artesanías. Yo no soy devoto –ni de bota– pero lo tengo en algunas postales bellamente pintado por los maestros renacentistas.
A las 10:30 de la mañana que llegué a su templo del siglo XVIII, lo hallé cerrado. Imaginé que sería por el rojo martirio del semáforo epidemiológico, así que me pareció muy innovadora la estrategia que anunciaba un cartel colgado en su reja: "De martes a domingo se transmiten misas, a las 12 del día, en la página de Facebook 3 Templos de la Cruz CDMX". ¡Vaya modernidad de los curas!
Otro letrero fijado al pilar de cantera de la herrería rezaba: "Parroquia de San Sebastián. Dedicada al patrono contra las epidemias, fue una de las primeras parroquias de indios que hubo en la Ciudad de México [como ermita en el siglo XVI]".
Pos, ¿qué esperas, hermoso San Sebas, para ponerte a trabajar y acabar con el culerísimo coronavirus? ¿O es que además de masoquista eres sádico y atado al madero, con la carne perforada, gozas mirando cómo nos ensartan, sin siquiera salivita, la enfermedad, el hambre y la muerte?
Un muchacho, que ya ofrecía ahí "gel artístico de ventana" en forma de corazones y labios escarlata, me aseguró que el día anterior la iglesia había abierto hacia las 12. Así que en espera de que algún oficio honrara más tarde al patrono y fuera digno de contártelo, querido lector, amable lectora, me puse a curiosear entre los puestos que se instalaban sobre la calle ofreciendo el regalo de novedad para el Día del Amor y la Amistad.
Los comerciantes, generalmente jóvenes, usaban cubrebocas más o menos adecuadamente, y respondían con amabilidad a mi petición de tomar fotos de su mercancía, que no discriminaba del empalague sanvalentiniano a Nosotros los jotos ni ustedes las lenchas. Como bien dicen #AmorEsAmor, sobre todo cuando quien ama tiene con qué pagar el bonito detalle romántico.
"¡Eres el mejor novio de todo el mundo! ¡Te amo!", destacaba con muchos corazones el cartel que un muchacho sabrosón, de magnífico ojo para calar al cliente, me escogió como el más adecuado para retratarlo. Sin duda tenía la esperanza de que después de la foto esta marchantita cachagranizo pusiera en su mano $45 pesos y se llevara tan inmejorable presente para su amorcito picador.
A unos pasos, entre otras declaraciones edulcoradas impresas sobre lona destacaba una frase de tintes activistas en redes sociales: "El amor es amor y no cabe en un armario. Te amo!!". El señor que la vendía me aclaró que no es el primer año que la ofrece al público de la ciudad gay friendly y, asegurando que podría hacerme cualquier diseño personalizado, buscó otro cartelito elegebetero que sobre franjas de arcoíris decía: "Te amo!! Que tus sueños ganen a tus miedos".
Miedito fue el que se desató cuando un chico con radio recibió la advertencia del Ranita sobre la proximidad de un operativo, y los comerciantes empezaron a recoger arreglos de flores artificiales, botellas de plástico con muñequitos de peluche metidos a saber cómo, los típicos globos de brillo metálico, camisetas con divertidas frases como "Soy la tóxica" y mil chingaderitas más. Pero no se retiraron y, como esperaban, fue una falsa alarma.
Pasadas las 11 de la mañana, resignado con estas referencias de color que había recabado para mi crónica, iba a montar la bici de regreso al confinamiento cuando venturosamente se abrieron, ¡como la Gloria!, los portones coloniales del templo.
El sacristán Jorge Castro se puso a barrer la entrada y, tras informarme gentilmente que a las 12 habría una misa y luego San Sebastián Mártir saldría en procesión –"nada más alrededor de la manzana"–, me permitió estacionar mi vehículo adentro, junto al baptisterio.
"¡Qué reverenda güeva tener que chutarme la misa!", me decía mientras recorría la nave hacia el altar, que lucía flanqueado por dos imágenes del patrono antipestilencias: a mi derecha el guapo de planta, dado que siempre lo he visto en su elevada peana, y a mi siniestra, a nivel del piso, la figura procesional que desempolvan cuando hay solemne paseo, y que ha perdido sus flechas.
Junto, sobre una mesa, engalanaba la fiesta del día la exhibición de una supuesta astilla de hueso del soldado que en el siglo III –cuenta la leyenda– había dado ejemplo extremo de perseverancia en la fe dejándose flechar por sus compañeros antes que renegar del cristianismo al que se había convertido. A tal heroico suplicio alude esta frase escrita con grandes letras sobre un arco de la iglesia: "Yo vivo por Cristo y quiero morir por Él".
Arrodillado para hacer una foto con buen acercamiento, aproveché para pedirle a la reliquia que mi astillita no ya creciera hasta convertirse en buena lanza, sino que por muchos años siga poniéndose derecha como flecha, je, je.
Luego don Jorge y otro sacristán cargaron sin dificultad la escultura para montarla en las andas que la llevarían en procesión, preparadas a las puertas del templo. No supieron informarme de su antigüedad, pero sí que estaba fabricada en pasta de caña, de ahí la ligereza que facilita su traslado y además es indicio de su posible factura virreinal.
Entretenido con las fotitos y mis malos pensamientos, el tiempo voló y llegó el padre Joel, quien muy pasadas las 12 apareció revestido con casulla roja y un inmaculado cubrebocas ante la veintena de los que ocupábamos, también con mascarilla y Susana Distancia, las espaciosas bancas.
Por mi formación en escuelas católicas recordé que la vestimenta litúrgica color escarlata alude a la sangre derramada por los mártires de la fe. Y con cierto fastidio constaté después que, a pesar de mi alejamiento de la corrupta iglesia, todavía puedo seguir de memoria la misa.
Al menos me he sanado de la culpa judeocristiana y me divertía intercalando irreverentes gracejos como cuando el oficiante oró: "Que por intercesión del patrono San Sebastián el señor derrame sus bendiciones sobre esta comunidad", y yo me imaginé elevando los ojos al señor para que me cayeran en la cara sus derramamientos.
El sacristán me informó que el padre Joel es un cura auxiliar que llevaba un par de semanas sustituyendo al párroco, Martín Cabrera, porque estaba enfermo ¡de Covid-19!
¡Vaya, San Sebastián resultó impotente, como en otros siglos más atrasados, para librar no digamos a la muy noble y pachanguera Ciudad de México de una epidemia, sino del contagio al mismísimo ministro encargado de su culto! ¡Con razón al presidente López Obrador también le fallaron los detentes!
El presbítero Joel resultó un ministro consciente de su tiempo y amoroso de la grey. Cautamente evitó mencionar que San Sebastián es el patrono contra las epidemias, posiblemente porque dado el papel que tiene como intercesor divino con el dizque Todopoderoso, su incapacidad para mitigar en estos 11 meses los infernales efectos de la pandemia podría considerarse mayor a la de nuestras mortales autoridades de salud.
"El problema no se si Dios te cuida, sino si tú te cuidas", sentenció asombrándome por su realismo, y luego subrayó que los "fanáticos" son "tercos" que se niegan a usar cubrebocas y tener elementales hábitos de higiene que debimos aprender en la infancia, como limpiarnos los zapatos al entrar en casa y seguir derechito al baño a lavarnos las manos toquetonas.
"Pidámosle al señor ser más empáticos, porque el amor a los demás es cuidarte para cuidarlos", concluyó sabiamente su homilía.
Me gustó ver que los comulgantes hacían fila guardando la distancia marcada con cruces en el suelo, y que una auxiliar les ponían gel en las manos antes de que llegaran ante el ministro y se bajaran brevemente el cubrebocas para recibir la hostia. Lo mismo había hecho previamente en el altar el oficiante para comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo en esa especie de canibalismo metafórico que es el sacrificio de la misa.
Antes de la bendición final fui testigo de otra tecnologización de la liturgia además de su transmisión por Facebook: vía celular enlazaron con sus feligreses al párroco Martín, aislado en su departamento del contiguo claustro. El micrófono pegado al aparato permitió que lo oyéramos ligeramente sofocado, mientras agradecía las oraciones por su recuperación y prometía estar pronto de vuelta en sus responsabilidades pastorales.
El sacristán me aseguró que, a pesar de estar en la quinta década de vida y ser diabético, el sacerdote no había requerido hospitalización. ¿Habrá sido una obra menor de su patrono?
Otro punto a favor del prudente padre Joel, que sin embargo me frustró porque ya me había imaginado la foto que tomaría para nuestra portada de hoy, fue dejarse de supercherías medievales y cancelar la procesión respetando el rojo del semáforo epidemiológico, y así evitar poner en riesgo a los pocos devotos del Impotente San Sebastián.
Seguro que también será ineficaz la súplica de tener fuerza en el canutillo que le hice a la reliquia, fraudulenta como todas, y más pronto que tarde habré de acogerme al infalible San Sildenafil, socorro de las viejitas cochinas.
¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!
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