Fetichismos hoy y en 1800
Para Rogelio Valerio, con un agradecido abrazo en piel.
En uno de los ríos de la colonia Cuauhtémoc de la muy noble y corrupta Ciudad de México hay una casita de dos pisos, con inocente fachada blanca. Ahí llegué una fría noche de enero a una horchata leather del grupo Andros MasoSado, que tenía una muy seguida página en Facebook.
Me invitó el buen Palemón Pérez, príncipe de prepucios y otras deliciosas pieles, a quien había conocido en la fiesta del Año Nuevo 2014 de mis cuatísimos Víctor Galván (hoy fallecido) y Rodolfo Solar.
A las 22:30 de ese sábado, tres números antes de mi destino pasé caminando junto a una pareja de vecinos que despedía a su hija y nietos adolescentes.
—¡Cuídense mucho! —oí que dijo la abuela.
—¡Sí, usen condón!” —pensé riéndome para mis adentros antes de alcanzar el timbre de la orgifiesta.
El acceso era solo con un código que cada uno de los 100 invitados había recibido vía correo electrónico, y exigía indumentaria de cuero.
Yo, que entonces de piel no tenía ni los zapatos, recurrí a un amiguito fetichista que me prestó su arnés y un chaleco rudo. Por fortuna se aceptaban jeans negros, que rematé con unas botas obreras que había comprado una temporada de lluvias en un arranque de lesbianismo brincacharcos.
Aquí entre nos: sentía mariposas negras en el bajo vientre porque siempre había tenido el morbo de visitar el mundo de los adoradores de la piel sobre piel, esa lúdica parafilia que solo los necios mojigatos podrían llaman depravación, porque los fetiches han existido desde antiguo, como veremos más adelante en un curioso testimonio del 1800.
Claro que para la orgía llevaba listo y alborotado lo más largo que me cuelga: el lente de mi cámara. Más que por placer, acudía con la intención de hacer esta crónica, iba movido por un deseo profesional que, por supuesto, no estaba exento de insana curiosidad.
En la sala, que era el espacio para socializar con un poco más de luz, un atractivo DJ ponía ambiente con música tecno. Entre los en-cuerados llamaron mi atención una pareja joven que deambulaba de la mano, luciendo al cuello gruesas correas negras. Ambos chicos llevaban suspensorios de piel que hacían lucir unas carnosidades invitantes a ser mordidas...
También resultaba inquietante la presencia de un enmascarado, alto y enfundado en un traje de caucho negro con detalles en rojo. Se llamaba Luis y, al contrario de lo que proyectaba su antifaz de sombrío murciélago, fue muy amable y accedió a posar para Nosotros los jotos antes de perderse, con una mano enguantada en látex, por las habitaciones más oscuras.
A Luis lo siguió otro enmascarado que solo llevaba puesto un mandil de piel, cuya práctica abertura al frente desabotonó para presentarme su fuete, en una de las muchas idas y venidas por los dos pisos de la casa.
Mientras tomaba una cerveza tuve la buenaventura de empezar a platicar con Israel Rocha, un moreno de torso velludo y máscara tachonada de metal que de pronto me señaló con su largo fuete a una pareja que entró hacia la medianoche. Ambos portaban kepí de piel, uno era muy alto y el otro, chaparrito, jalaba una maleta con rueditas.
“Son una auténtica pareja de amo y esclavo, no te los pierdas”, me advirtió Israel, con quien ahí empezó una entrañable amistad que me ha llevado muchas veces a gozar y colaborar en las actividades que organiza como coordinador del grupo Leathers Mx, hermano del Club Leather de México que tiene más de 25 años de tradición.
Yo estaba pensando que el grandulón de la pareja era el dominante cuando el chiquitín levantó una paleta de cuero y ¡riájatelas!, le plantó un golpe en las nalgas desnudas a su esclavote quien, apoyado en la pared y más tarde en un potro, soportó sin decir palabra cuanto el sádico hombrecito le quiso hacer con un látigo, una soga y diversos juguetes sexuales de látex que fue sacando de su inseparable valija, como un mago vicioso en fiesta de niños perversos.
Sobre una especie de trarima, estaban tan concentrados en su azotaina que preferí no molestarlos con mi cámara. Y siempre me he arrepentido de no haberlos fotografiado porque el cuadro que protagonizaban era una muestra muy refinada de la puesta en escena que potencia la lubricidad de las sesiones leather, sadomasoquistas o de fetiches.
Poco tiempo después pude hacerle unos retratos muy cachondos a Zakhiel Cuirgarçon, que es el nombre como master del despiadado amito, a quien hoy quiero como un amigo muy especial.
Israel me presentó esa noche de 2014, que fue mi introducción al círculo de los camaradas del látigo y las botas rudas, a otra pareja igual de adicta al sometimiento: Apolo y Lybica. Este tomaba su nombre de esclavo de Felis silvestris lybica o gato salvaje, ¡y vaya que lo era!
Lybica andaba en viles cueros, con solo un arnés, candados colgando de los orificios de los pezones y una gruesa cadena al cuello que su amo Apolo había cerrado con otro candado conservando la llave como símbolo de absoluta posesión. Incluso sus erecciones estaban bajo la tutela de su capricho porque también guardaba la llave del dispositivo de castidad que aprisionaba la verguita del sumiso.
Al verlos sesionar resultaba difícil adivinar que amo y esclavo eran, de día y entre semana, ejecutivos en una empresa de informática.
“¡Me gusta la mala vida!”, me confesó Lybica. Y me quedó muy claro que así era cuando minutos después Apolo lo amordazó, esposó por detrás y tusó con unas tijeras que luego supe eran un instrumento de seguridad porque permiten deshacer rápidamente los amarres del sometido ante cualquier contingencia.
El master tomó ceremoniosamente una vela, cuya luz enfatizó su sonrisa perversa, y se deleitó derramando cera ardiendo sobre la espalda del joven cautivo que, postrado en el piso, le lamía las botas y gemía ahogadamente. La escena superaba en capacidad inflamatoria a un video XXX que exhibía un cercano monitor.
“¡Miren al putito, siempre quiere más!”, exclamaba Apolo muy en su papel de amoroso verdugo.
Y después de un largo rato de tormento consensuado, la ruda pareja llegó a un clímax que me dejó temblando: Apolo ayudó a incorporarse al fiel esclavo y lo atrajo hacia su pecho para acariciarlo despacito, como el amo que mima a su lindo gatito.
Fuego libidinoso con ósculos y orines
Doña María Agustina Pérez, colegiala de San Ignacio de Vizcaínas, era muy apreciada en ese célebre colegio de la capital del Virreinato de la Nueva España, dada su "habilidad de canto y de órgano".
En 1800, cuando tenía 16 años, empezó a padecer una enfermedad que se prolongó mucho tiempo, y a diario acudía su confesor a visitarla, mañana y noche, al domicilio del número 2 del Callejón del Espíritu Santo. El caritativo presbítero era don Francisco Rucabao, capellán mayor del convento de la Concepción, natural de las montañas de Santander, España, y rondaba entonces los 50 años.
A su amada penitente "le daba de comer por su mano y frecuentemente la abrazaba", y en otras ocasiones le pasaba "el alimento o medicamento con la boca, introduciéndole muchas veces y por largo rato la lengua".
Hoy podría decirse que don Francisco era un excelente educador sexual, pues durante la confesiones en que a diario oía a doña María Agustina, aprovechaba para explicarle "la anatomía y configuración de las partes genitales de ambos sexos, de los pechos de las mujeres, generación, menstruación y de la estrechez de matriz o vagina que él suponía en doña Agustina".
Claro que en los tiempos inquisitoriales en los que ocurrían estos hechos, tales temas, de carácter tan naturalmente humano, eran considerados obscenidades, "conversaciones torpes" utilizadas por el confesor para encender el "fuego libidinoso" que llevara a la pareja a una "larga delectación y molicie [abandono invencible al placer de los sentidos]".
Por cinco años tuvo recaídas de salud la muchacha y siguió recurriendo a diario al sacramento de la penitencia. Si estaba en cama, su guía espiritual –o mejor dicho carnal– la besaba y la escuchaba teniéndola en sus brazos, y cuando mejoraba y acudía al confesionario, ambos se miraban por la rejilla y él le decía "muchas ponderaciones" de su amor:
"Hija de mi alma y de mi vida, no mortifiques ese cuerpecito que es mío, no quiero que trates con hombres porque tu cuerpo es mío para consagrárselo a Dios".
Con su voz dulce de cantante, doña Agustina le refería a Rucabao que había tenido "tentaciones torpes con él", en las que fantaseaba con las "partes pudendas" de ambos, y que terminaban por unirlas "teniendo trato carnal".
Claro que en esos casos el confesor se "informaba muy despacio de todas las circunstancias mortificantes reprendiéndola muy severamente", pero cuando esos malos pensamientos eran con otros hombres el regaño era "con mucha aspereza". ¡Malditos celos, don Francisco!
Cuando al llegar a los 21 o 22 años la muchacha recuperó la salud, subió a intensidades fetichistas ese fuego libidinoso que confesor y penitente atizaron mutuamente por largo tiempo.
Ahora comían juntos todos los días y después se encerraban a dormir la siesta "en la que había retozos, ósculos [besos], posturas de él sobre ella", aunque sin quitarse la ropa, así que no había lugar a "vistas ni manoseos interiores ni actos carnales".
Pero sí, como diría un ex confesor mío, a "refinamientos de la lujuria": Rucabao daba "su orina para que la bebiera y todo" doña Agustina. Luego descubría su pecho y piernas para que ella los besara y le relataba, me imagino que con extáticos susurros, las penitencias que hacía azotando su carne pecadora con una disciplina, instrumento de mortificación que había pertenecido a la joven y él le había pedido.
El juego fetichista no paraba ahí, querido lector, amable lectora, porque "habiéndole mandado a ésta [doña Agustina] el médico un abrigo interior, Rucabao le dio cuatro pares de calzones blancos ya usados por él". ¡Qué tal!
La lúbrica diversión alrededor del acto penitencial terminó a causa de los celos, motivo por el que también podemos conocer esta historia que sin duda están gozando particularmente mis queridos amigos leather y fetichistas del látigo, la lluvia dorada y las prendas de rubber o caucho.
Como sin duda la muchacha era muy agraciada, fue "torpemente perseguida de muchos", así que el confesor la interrogaba hasta hacerla declarar quién había sido su "cómplice". Estos celos que hoy calificaríamos de machistas provocaban disgusto en la pareja y ella empezó a hacer algo que él le tenía "muy prohibido": recurrir a otros confesores para descargar su alma atormentada.
Uno de ellos, Mathias Monteagudo, le hizo ver a la joven que la dirección espiritual de Rucabao nunca había sido acertada, "pero desde el año ochocientos mala, pecaminosa, deshonesta". Y obtuvo su autorización para denunciarlo ante el Tribunal de la Inquisición por valerse del confesionario para solicitarle favores carnales.
Lo cual hizo el aguafiestas el 25 de octubre de 1808, con todos los detalles aquí anotados que evidencian que el fetichismo es una práctica lúdica que se remonta a tiempos antiguos, quizá tanto como el momento en que el instinto animal se vio refinado por la fantasía humana.
El Archivo General de la Nación conserva los dos folios de esta joya histórica, catalogada en Inquisición 1385, que Yo la más morbosa halló retozando en el CORDIAM, con el crédito de la ya buena amiga de Nosotros los jotos Concepción Company Company.
¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!
Por favor usen bici, cúmplanme la fantasías de invitarme un café o algo más para seguir morboseando en https://bit.ly/NLJ2020 y, sobre todo, usen cubrebocas y condón.
(Una versión de la primera parte fue publicada con el título El amo y su lindo gatito el 11 de febrero de 2014. La mayoría de las fotografías habían permanecido inéditas hasta ahora).
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