Latigazos en la plaza

¡Riájatelas! Uno, dos, tres, cuaaatro... ¡cinco! La mano experta de Apolo aplicaba el látigo sobre la espalda desnuda de Rocko, postrado a sus pies en la mismísima Plaza de la República. Con la fricción repetida de las finas tiras de cuero, la piel apiñonada del sumiso iba adquiriendo el tono inflamado de la grana.

Pero no salían quejidos de su boca, bajo la máscara que le cubría por completo la cabeza. O quizá emitía gemidos levísimos, cercanos al gozo que experimenta quien es capaz de sublimar el dolor dosificado y sentir un cosquilleo genital que con cada golpe se aviva y termina por abultar la bragueta del pantalón de piel.

¿Llevaría el dócil muchacho un cinturón de castidad en la entrepierna, o su implacable amo un arillo ciñendo su vara y los peludos ovoides? ¡Qué morbo imaginar si tales juguetillos eran metálicos o de caucho!  

Los niños correteaban en derredor, gritaban y sonreían con el rostro maquillado como calaveritas resucitadas; sentada y ovillada, una joven buscaba consuelo en el pecho de su novio sin poder dejar de mirar la escena sadomasoquista que en plena tarde sabatina montaban amo y esclavo. ¡Zzzzuash! ¿O cómo suena el estallido de un vergazo?

Los más regocijados con tal demostración eran los compañeros del Círculo del Látigo Negro, una agrupación fetichista, principalmente leather, fundada hace más de un década por master Fidel, alias Fénix Obscuro.

Una pareja de policías se aproximó al grupo, con su cuadernillo de reportes en mano, y yo pensé que intentaría detener el suplicio atronador, aunque evidentemente este fuera consensuado. En realidad, la agente y su robusto compañero tenían un interés personal  por conocer el gusto sexoafectivo por la disciplina, más allá de la pertenencia de sus practicantes a instituciones policiales o castrenses. Y de paso ver la ejecución del amarre erótico o bondage, todo un arte con lazadas y nudos de figuras rebuscadas.

Morrigan, altiva como buena dominatriz, el grácil talle ceñido con un sexy chaleco de piel escarlata, y Joe Almaguer, vestido de cuero hasta la corbata, con paciencia instruyeron a los aprendices de ocasión sobre el mundo de las filias, lo cual era precisamente la intención del grupo al organizar una actividad de visibilización, convivencia y práctica –"excepto desnudo", advertía la convocatoria– en un lugar tan público y concurrido como la explanada del Monumento a la Revolución que, ese 30 de octubre, víspera del Día de Muertos, era una verbena.

Las familias paseaban luciendo máscaras siniestras o sudaderas estampadas con esternón, clavículas y costillas, o hacían largas filas, en los flancos de la plaza, para tomarse una foto en alguno de los varios cráneos decorados con flores y otros motivos festivos. Algunas también pidieron permiso a los fetichistas para retratarlos posando o en pleno ejercicio del lúbrico azote.

Si alguien frunció el ceño cual beata ante una escena dantesca, condenando los "refinamientos de la lujuria" mientras apretaba el paso para ir a meter el dedo en agua bendita, no me di cuenta; estaba muy entretenido mirando a mis queridos camaradas a través de la cámara, feliz de encuadrar aprovechando la luz cálida del otoño.

No es un secreto que me seduce muchísimo la teatralidad que implican las sesiones de los leather, rubber (afectos al látex) o de juego de rol canino, durante las cuales son muy vistosos y de capital importancia para la excitación de los sentidos el vestuario y los muchos accesorios: capuchas, botas, guantes, fustas, gruesas muñequeras, collarines con picos y una argolla para asir el candado o la cadena al esclavo, antifaces, velas chorreantes, arneses y –mis favoritas– pinzas para torturar los pezones (o el escroto, pero no en un escenario tan concurrido, para mi desilusión).

Entre la docena de participantes fue muy original el sobrecuello de plumas negras con el que remató su atuendo José Gutiérrez, procedente de Washington, que estaba de visita en la Ciudad de México y aprovechó la ocasión para convivir con sus camaradas de filia. Tras un par de horas de revolotear, siempre cordial y sonriente, cual corpulenta ave de la noche, alimentó el morbo de los adoradores de los pies quitándose las rudas botas, para descansar sus blanquísimas plantas contra la rugosa superficie del piso.

Yo tengo debilidad por retratar a Louis Minogue, también como Rocko sumiso del master Apolo. No sólo me fascina el gusto coqueto que tiene para ornamentar fetichistamente su larga y esbelta silueta, sino su soltura para posar cual profesional y mostrar con orgullo, por ejemplo, intrincados amarres. O pinzas colgantes de sus pezones disfrutando –más que soportando–  el dulce suplicio que implica agregarles pequeñas pesas imantadas.

Para mi serie Fetiches públicos, deseos privados, esa tarde tomé fotos hasta que enrojecido como si Morrigan le hubiera quitado la cera derramada en la espalda con el roce de las puntas de su latiguillo, el sol nos dejó sumidos en la noche, la mejor cómplice de nuestros más primitivos deseos voluptuosos...

Espero que goces, querido lector, amable lectora, con esta selección jotográfica y, sobre todo, evocando en tu propia carne la intensa caricia que en cada imagen quise captar, lubricando de contento.

Latigazo monumental. Apolo y Rocko, tan queridos.
El porte de toda una dominatriz. Morrigan.
"¿Me da una ayuda... Ay, por qué le hacen eso?", preguntó sorprendida la señora. Y Louis, mientras Óscar hacía sus artísticos amarres, le aseguró que no le hacía daño, y tal inmobilización le gustaba.
Apenas rozando con las puntas del látigo, Morrigan quita la cera de la espalda de Patrick, su sumiso. 
También hubo juego de roles perrunos. Gran Benny y su cachorro Zeth llamaron la atención de varios niños.
Correa y cadena.

¡Hasta el próximo choque de chichis (pinzadas) y braguetas, señoras y señores míos!

El diablillo de Patrick, un orgullo sobre y bajo la piel.

 

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