Mariposas en las Marías

Desde una azotea vecina a la Penitenciaría de Lecumberri sonó el grito de una mujer joven: “¡Adiós, ‘Manos Limpias’, me saludas a mi padre, a mi hermano y a ‘Pinocho’!” La escandalosa solicitud se dirigía a uno de los 133 individuos de la cuerda de presos que, bien custodiados, desfilaban por las calles aledañas al Palacio Negro repletas como en verbena de familiares y curiosos, para abordar un tren en la calle Ferrocarril de Cintura e iniciar un largo viaje de deportación a las Islas Marías.

A las 10 de la mañana de ese viernes 2 de agosto de 1929, quienes serían remitidos al famoso penal frente a las costas de Nayarit habían sido formados en el patio de Lecumberri. Media hora después, se les sirvió su último rancho en el edificio: una ración de carne con papas, frijoles y pan. Luego recibió cada uno el paquete de víveres para el camino: cuatro latas de salmón, un kilo de queso, quince panes, galletas, cinco cajetillas de cigarros y cerillos.

En la remisión anterior de reos se encontraba “El Pinocho”, a quien la misma mujer joven había pedido, a voz en cuello, que saludara a sus parientes. En esta ocasión destacaban dos ladrones por sus antecedentes y muchas entradas a la Penitenciaría: El Tobogán, relacionado con el asesinato de un chofer, y El Toro, un “bravero” también, calificado así por realizar asaltos “a la brava”, esto es, sin tentarse el corazón si era necesario herir o matar.

La crónica de Excélsior, 3 de agosto de 1929.

De la cuerda o conjunto de presos atados y colocados en hilera para su traslado, causaba compasión la única mujer, Margarita Gómez Palacios; acumulaba cinco detenciones por venta de “drogas heroicas” (morfina y cocaína), por lo que era considerada una “audaz traficante”.

Pero lo que más llamó la atención del reportero de Excélsior que dio noticia de la deportación de “facinerosos” el 3 de agosto de ese 1929, fue “un grupo pequeño, aislado: eran los afeminados”.

Mi colega, a quien me habría encantado dar hoy crédito pero su crónica no está firmada, registró los nombres de esas comadres denostadas, que copio para reivindicarlas porque seguramente habrán sido detenidas por el “delito” de llevar una “vida desviada”: José Ponce Orozco, La Tirana; Ángel González Campos, La Ramona; Enrique Martínez Macías, La Rosa; Ángel Arturo Zaldívar, La Mariposa; Ernesto Castillo, La Jitomatera, y Antonio Trejo, La Sandunga.

Esos afeminados, detallaba el texto, “posaron ante las cámaras fotográficas adoptando posturas de bailarinas”. Precisamente así los mostraba la imagen que hoy reproducimos y que hace casi 90 años publicó Excélsior con un pie en el que describía que llevaban “sweaters femeninos, manga corta y colorete”.

El Universal del mismo día informaba que también “lucían pulseras y collares, y que se encontraban muy a gusto entre aquella horda de delincuentes, que los miraban con marcado desprecio”.

Ese desprecio permeaba especialmente a las autoridades de justicia de aquella época. “Los dejaban en las Islas Marías por años sin dictarles sentencia”, me refirió el historiador Jaime Cobián. “Y los encarcelaban nomás por ser jotos”.

Fue en el libro de mi querido amigo, Los jotos (Prometeo Editores, 2013), donde hallé las referencias precisas para ir a la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada de la SHCP en busca de las crónicas periodísticas aquí citadas.

El auditorio del penal donde se presentaban número de aficionados (SINAFO/INAH, en Diego Pulido, Las Islas Marías. Historia de una colonia penal, SC/INAH, 2017).

Cobián me envió también un comentario publicado por El Informador de su natal Guadalajara, el 8 de abril de 1930, que afirmaba: “Al salir de la capital una cuerda de afeminados para las Islas Marías, llamaba la atención uno de los enviados a presidio que ostentaba sobre el sombrero un cartel bien visible que decía: “YO VOY POR ASESINO”. Otro más gritaba que lo remitían por ratero.

“Era mejor ser asesino o ratero que puto”, subrayó mi buen Jaime.

Ante la iniciativa presidencial [de AMLO] para transformar la Colonia Penal Federal Islas Marías en un complejo turístico y cultural, sería obligado hacer un museo de sitio con su historia, desde que Porfirio Díaz decretó su creación, en mayo de 1905.

Historia que no debe omitir la realidad que vivieron ahí los homosexuales, muchos de los cuales habrán sido mujeres transgénero, a juzgar por las referencias. Antes que mandarlos a trabajar en las salinas, como a los otros presos, eran destinados por su afeminamiento a trabajos considerados del “sexo débil”, como la cocina.

Hay significativos testimonios sobre ellos, no precisamente al estilo campo de concentración nazi que quizá esté imaginando el querido lector y la amable lectora, dada la leyenda negra de la también llamada Tumba del Pacífico.

En su delicioso libro La Isla (y tres cuentos), publicado por la UNAM en 1959, Judith Martínez Ortega refiere que todos los domingos, después de la cena, era obligatorio para los empleados y “colonos” —como se llamaba a los presos— asistir al teatro “Regeneración” a presenciar espectáculos de aficionados.

“La verdadera felicidad era para los homosexuales, cuya estancia en el Penal —por otra parte— siempre me ha parecido injustificada”, escribió la autora. “Llegaban esmeradamente polveados, los ojos agrandados por el rímel, las bocas enrojecidas, lunares postizos y el pelo artísticamente peinado. Con sus camisas de seda descubriéndoles el pecho, sus pantalones anchos y sus pañuelos llamativos anudados al cuello, eran los árbitros de la moda”.

Judith pasó una temporada en el archipiélago realizando labores altruistas, y reconoce que “gozaba” con la coquetería de los ninfos, sus “miradas incendiarias, los ademanes provocativos y certeros que usaban para la conquista”.

¡Sí, conquista! Grandes historias de amor seguramente ocurrieron entre jotos y mayates en ese territorio rodeado de mar, abrasado de sol y siempre visitado por parvadas de pericos.

Judith nos asegura que La Rorra, por ejemplo, se desenvolvía “segura de sí misma”, estaba “siempre bien vestida” y ¡era “siempre cortejada”! También reinaban La Santa, “despectiva, con sus bellísimos ojos, su innata distinción, su andar cadencioso”, y Flor de Loto —¡qué gran nombre!—, quien era dueña de una cinturita deliciosa.

Formación de la cuerda de relegados (SINAFO/INAH, en Diego Pulido, Las Islas Marías. Historia de una colonia penal, SC/INAH, 2017).

“Los machos les gastaban bromas”, leí en el libro sin mucha sorpresa. Lo que me conmovió y disparó mi morbosa imaginación fue la frase que seguía: “pero fácilmente los aceptaban y no tenían prejuicio contra ellos, más bien eran motivo de diversión, cuando no de grandes pasiones. Las colonas los veían como auténticos rivales”.

Vaya que los reivindicados gays de hoy habremos de ir a rendir homenaje a esas mariposas que supieron volar con tanta gracia en las tierras penitenciarias de María Madre, la isla mayor del archipiélago donde dos más ostentan nombres de mujeres fuertes del Evangelio: María Cleofas y María Magdalena.

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

Por favor usen bici, agiten con fuerza sus alas y, sobre todo, usen condón.


26 de febrero, 2019.

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