Cuarentena con Serafina
Ilustración Marco Colín
El otro día Serafina se enojó muchísimo conmigo. Debo reconocer que tenía razón, que me pasé de gracioso llamándola “Jija del Covid". Pero solo estaba jugando, como siempre.
—¡Me vuelves a decir así y te araño los huevos! —explotó moviendo airadamente la cola de un lado a otro.
—Bueno, nomás jijita del… perro.
—¡Síguele, chistocito! —me advirtió levantando la zarpa izquierda.
Casi todas las tardes, ella echada en una silla y yo en la cama, oímos la telenovela de las siete del doctor Hugo López-Gatell, así que es comprensible que Serafina se ofendiera por emparentarla con una enfermedad tan culera como la causada por el nuevo coronavirus.
—¿Oíste cuántos muertos nada más de ayer a hoy, nena? ¡Qué inmunda se está poniendo la munda!
—¡Sí, papi, pero nos estamos cuidando, mejor relaja la raja! —me respondió y soltó un enrome bostezo.
No, querido lector, amable lectora, estos más de 120 días de cuarentena no me han hecho enloquecer, finalmente loca ya era. Antes de esta pandemia también dialogaba sanamente con mi peluda compañera, quien llegó a mi vida en un día aciago…
El sábado 10 de septiembre de 2016 amanecí achicopalado por la manifestación convocada para ese mediodía por el Frente Nacional por la Familia. Me dolía el absurdo de que un grupo de personas, previsiblemente muy nutrido, marcharía por el Paseo de la Reforma en contra de quienes no somos heterosexuales como ellos.
Porque ese era el móvil verdadero de la convocatoria en pro de la “familia natural”: la defensa del monopolio buga del matrimonio y la adopción de hijos, de preferencia con la bendición de una institución tan corrupta como la iglesia católica.
¿En qué afecta a La Familia que dos hombres o mujeres quieran ponerse un yugo legal alrededor del cuello para, igual que los heteros, ahogarse de felicidad en medio de los gritos de un hermoso escuinclerío? ¡Puros prejuicios, ignorancia y discriminación!
En esas reflexiones estaba, terminando de vestirme para desayunar con desgana, cuando tocaron a la puerta. Venían de parte del doctor Pedro Soto, el veterinario del barrio, a decirme que tenía un gatito en adopción. ¡Sentí un chispazo de alegría!
Pedro había sido casi 19 años el médico de Serapio, y solo dos meses antes, el 2 de julio, me había ayudado a darle una muerte digna a mi lindo compañero.
—Tiene como tres meses, pero no es gato sino gata —me advirtió Pedro cuando llegué a la veterinaria.
—No vamos a discriminar, doctor. El chiste es que congeniemos. A ver, presénteme a la muchachita.
Inquieta como todo infante, al tomarla la chiquilla trepó por mi torso clavando las uñitas en la playera, y por sus maullidos quise entender que le resultaba simpático, que quería adoptarme.
La llamé Serafina por un pseudónimo asociado a la biografía de mi admirada Sor Juana Inés de la Cruz (al fin jotito culto). Y agregué otros apelativos alusivos al color de su pelaje, amarillo o rojo según le dé la luz: Amarela Topacia Áurea, Señora de las Cumbres Leonadas, mejor conocida en los bajos fondos como la Bermellona.
No la considero mi gathija —¡no soy tan cursi! —, pero sí creo que formamos una familia interespecies, felino-sapiens, que en nada afecta a las otras y nos valen tres hectáreas de ubre si los mochos dogmáticos nos descalifican.
Serafina y yo somos compañeras de vida y, en las actuales circunstancias, de cuarentena. Fuera del incidente por mi gracejo del Covid no hemos tenido en esta convivencia sin pausas otro conato de disgusto y, menos aún, de violencia. ¿Cuántas familias “naturales” pueden presumir de lo mismo?
Mientras esto escribo, ella está durmiendo en mis piernas pero a veces prefiere acurrucarse en algún recoveco entre los libros y papeles de mi escritorio, o se queda dormida en un sillón de la sala, el rojo, que le tenía vetado al pobre de Serapio (¡ya me agarró cansado, la condenada!).
Siempre es como ella quiera porque en tu pobre palacete somos independientes. Ni siquiera en los momentos de ansiedad o desánimo por las funestas noticias que plagan los medios de comunicación, la obligo a estar entre mis brazos, porque no es un peluche al cual aferrarse llorosamente.
Bastante bálsamo es contemplarla, elegante como son todos los gatos y gatas (no sé si hay gates). O escuchar su suave ronroneo cuando se trepa a mi panza para que la acaricie. ¡Los gatos son mágicos!
Suele cazar de vez en cuando pájaros en la terraza, donde todas las mañanas los acecha, con paciencia y cálculo de estratega militar, detrás de las macetas más grandes. ¡Es tremendamente ágil porque en una ocasión me trajo un veloz colibrí!
En esos momentos de éxito en que aparece con un alboroto de maullidos, yo me debato entre respetar la ley natural o quitarle la presa. Una vez no dudé en rescatar a una tierna tortolita que seguramente acababa de aprender a volar.
Nuestros rituales diarios incluyen el “gato sedoso”, que es un cepillado para el que se sube ágilmente en una silla del comedor, y va seguido de la “cenita deliciosa”, la cual consiste en un pedazo de sardina en salsa de tomate. En uno de nuestros juegos se esconde y sale en el momento preciso para interceptar un cilindrito que hago rodar por el piso (el cual es el desecante que viene en mi frasco de antirretrovirales).
Ya en la cama, me da mucha risa que la cazadora escarlata se lance sobre mis pies cuando los muevo desprevenidamente bajo las cobijas. Luego se acurruca a mi lado, dormitando mientras leo, y al apagar la luz del buró se mete entre las sábanas para hacerme “cronchis cronchis”, que no es otra cosa que amasar con sus uñas, a la altura del vientre, la sudadera que uso como pijama. ¡Serafina es la única fémina con la que he dormido!
Los diálogos con mi querida compañera de vida son también un juego muy divertido, en el que yo mismo me contesto fingiendo otra voz, como si fuera ella. Y me causan risa, esquizofrénica si tú quieres, que para mí resulta liberadora porque generalmente son babosadas o, de vez en cuando, verdades que me tengo que decir para centrarme.
—¡Estás escribiendo sobre mí, papi chulo, nooo! —advirtió levantándose de mis rodillas y tras mirar la pantalla de la computadora.
—Es una linda historia para ganarme tus croques, nenita, que acuérdate no cuestan cinco pesos porque son de dieta.
—No seas chantajista, si tu sitio es de libre acceso, ¡nunca has sido bueno para la lana!
—Tú ten paciencia y coopera, Serafinita. Ya ves que con este encierro queda claro que no necesitamos tanto para estar bien. Anda, dame chance, que los gatitos siempre generan muchos likes y yo estoy muy orgulloso de la familia que somos.
—Güeno, finalmente siempre haces lo que quieres.
—Igual que tú, jijita de… mi retorcido corazón.
¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!
Por favor usen bici, déjenle aquí abajito a Serafina un bonito comentario y, sobre todo, usen cubrebocas y condón.
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