Mis tritones en libertad
"( estaba yo en la playa [...] lo importante es que yo estaba recogiendo conchitas sí así como vieja cursi recogiendo conchas pero no te creas que eran conchas normales no más bien eran como caracoles caracoles en forma de vergas había de todos colores y de todos tamaños rosaditas prietas coloradas casi blancas en fin de todos ¿no? y chiquitas grandes enormes también de todos los tamaños".
Por el reciente fallecimiento de Luis Zapata (4 de noviembre) estuve releyendo, como el mejor homenaje que se le puede rendir a un escritor, su clásico de nuestras letras jotas El vampiro de la colonia Roma (1979). El fragmento citado de los fálicos caracolitos corresponde a uno de los sueños que el protagonista, Adonis García, cuenta a quien le ha propuesto grabar en siete sesiones sus experiencias como chichifo que talonea en las calles setenteras de la Ciudad de México, y hacer un libro con ese material.
Lo tenía fresquito en la mente porque desde la infancia me fascina empinarme para recoger conchitas en la arena, y me vino a la mente el domingo por la tarde cuando, debido a cuestiones de absurda censura que me pedía aplicar a nuestra conversación el entrevistado que tenía previsto presentarte, querido lector, amable lectora, preferí un sano aborto y cambiar de tema.
"¡El mar, Antonio!", me dije sintiendo una brisa de consuelo. "No hay cosa más pasional y libre –como quiero que siempre sean mis entregas aquí– que la mar inmensa y lo que ocurre sobre sus enfurecidas crestas o en las orillas lamidas por sus olas eternas.
Como ese efebo cubano que describe Reinaldo Arenas en una inolvidable escena de Antes que anochezca, extasiado de placer contemplando el Caribe mientras se jala su prodigiosa pinga.
Para cumplir nuestra cita semanal con el soberano gozo de Nosotros los jotos, hoy quiero compartir contigo una amplia selección de los tritones de mi colección, rescatados del polvo y el olvido en los mercadillos de antigüedades como la Lagunilla, que solía visitar asiduamente antes de la presente pandemia.
Me siento en fiesta de playa al escribir estas líneas porque estoy rodeado por un centenar de imágenes de bañistas mexicanos y uno que otro extranjero, que para perpetuar la alegría del momento posaron a la orilla del mar, la alberca o algún río, solo cubiertos por un bañador muchas veces reveladoramente ceñido.
Estoy seguro que contemplarás las escenas con la misma mirada homoerótica —o paquetera— con la que yo iba de pesca dominical y las hallaba tras espulgar entre montañas de fotos y postales, u hojeando álbumes desechados por los descendientes de esos chamacos que, llenos de vida, estuvieron un día de vacaciones o paseo, entre los años 10 y 60, en playas como las de Cuyutlán o Veracruz, pero sobre todo en nuestro paraíso de Acapulco.
Es muy sobrecogedor para mí cuando, después de pasar y pasar imágenes anodinas, de pronto aparece una “estampita” con uno o varios cuerpos casi desnudos bajo el sol, esbeltos y con músculos perfilados por el estallido hormonal propio de la adolescencia. “¡Tiburón a la vista, baaañista!”, canto entonces en mi interior como una plegaria de agradecimiento a la diosa Fortuna.
En estas curadurías de ocasión, cuyo proceso es discriminador por antonomasia, también me ha nacido ser incluyente: Tengo varias fotitos donde aparecen muchachas, que seleccioné por su gracilidad, el traje de baño con coqueto holán o la composición de la imagen, y también tengo representaciones de los llamados "cuerpos diversos": un compa desbordadito de lonja pero con el huevo bien marcado que posó machín, en octubre de 1947 a la orilla del Pacífico acapulqueño, para un fotógrafo de Instantáneas Mar, y un hombre que cuando fue fotografiado en Tampico, en septiembre de 1924, tenía 59 años –dato que anotó en el reverso de la postal para presumir su buena condición a pesar de la edad.
Los brazos cruzados, caídos en los costados o estrechando el hombro de los queridos amigos –¿novios?– o primos; el abdomen plano y el fuerte pecho salido, ya bronceados y brillantes por el aceite de coco; las piernas abiertas y los pies hundidos en el mar o solo lamidos por las olas son las poses típicas en los retratados.
Belleza, vigor y voluptuosidad comunican a quien las vean estas fotos encontradas, un género que tiene varios años en auge entre coleccionistas extranjeros que no solo las rescatan del abandono, sino que las prestan para exhibirse en museos de Estados Unidos y varias ciudades europeas.
Es el caso de Bañistas. Fotografías encontradas, 1880-1963, que el Centro Gallego de Arte Contemporáneo expuso con la colección del crítico de arte Xosé Manuel Buxán. Las cerca de 100 imágenes mostradas al público español entre junio y noviembre de 2017 –aclara el bellísimo catálogo de la muestra que pude conseguir–, las reunió Xosecito ensuciándose las manos igual que yo, pero en rastros o mercados de pulgas europeos y de Estados Unidos.
"Qué envidia de mercadillos", me comentó el también académico de bellas artes en la Universidad de Vigo y activista LGBT en un intercambio de correos, en los que le presumí algunos de mis Neptunos mexicanos refiriéndole los sitios donde los había pescado. Pero mi colega coleccionista, nacido en el País Vasco en 1964, también tiene piezas envidiables.
Las fotos encontradas solo a veces están firmadas por un estudio profesional, generalmente fueron tomadas por personas desconocidas a modelos sentimentalmente cercanos que no siempre creyeron necesario anotar sus nombres al reverso de una impresión que se guardaría en el ámbito de la familia.
Su mayor encanto es que fueron captadas de manera espontánea con diferentes grados de pericia técnica y arte en la composición. Pero lo más excitante para mí es pensar que su uso era íntimo: servían para detonar el recuerdo de un momento de disfrute. En tal caso es más frecuente que lleven la fechada y una dedicatoria a los padres, un amigo, el novio o la dama que se quiere conquistar con esa imagen de Adonis.
Un disfrute que tras la muerte de sus propietarios y otros azares del destino se extiende a quien las encuentra, mira con ojo indiscreto y, como en mi caso y de quienes compartan estos gustitos de mariscos retorcidos por chile con limón, fantasea con los diosecillos acuáticos, que además ofrecen un muestrario de la sensualidad del traje de baño masculino a lo largo de las décadas.
En mi cabecita loca veo arder una fogata sobre la arena. Los amigos han bebido toda la tarde unos jaiboles rebosantes de hielo, bajo una palapa. Hace un rato que miraron la puesta de sol jugando luchitas entre las olas, cada cual montado en los hombros macizos de otro, transformado en caballo acuático.
Nombrada una pareja ganadora, todos corrieron chorreando agua y risas, en nueva competencia hasta sus sillas de playa. Pero uno de ellos hubo de esperar un rato para seguirlos, mirando el horizonte incendiado y con el agua hasta la cintura ocultando la anguila que se puso firme por el contacto con la piel desnuda de su pareja en el forcejeo del rudo juego.
En la palapa suena un rocanrol cantado por César Costa en una radio de enormes pilas Rayovac. Desinhibidos gracias al ron, tres chicos se paran a bailar. Enlazan sus brazos en un pequeño círculo que los otros tres agrandan de inmediato, uniéndose al ritual de hermandad. Los adolescentes giran con frenesí hasta caer y rodar en una maraña de cuerpos, y la hoguera sigue crepitando al tiempo que sobre la arena oscura va mudando la camaradería en incontenible ardor…
Disfruta esta selección de mis tritones en libertad y cuéntame en los comentarios qué cachondas fantasías te despertaron, querido lector, amable lectora.
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