El primer promotor del condón
Foto: El ángel del condón, Taller Documentación Visual, 1994.
Al parecer, el subteniente Gerónimo López de Llergo y Calderón tenía mucho pegue con las campechanas. Y eso que su rostro de joven entrado en la veintena lucía "algo picado de viruelas". Pero era "alto de cuerpo" –que mi locuaz imaginación perfila sabrosamente macicito– y su tono de piel "color algo trigueño" sin duda se debía al generoso sol de la península de Yucatán, donde estaba destacado.
Al parecer también, además del uniforme militar su mayor atractivo para seducir a las doncellas –y alguna que otra casada infiel– que quería "conocer carnalmente" consistía en garantizarles que no correrían peligro de quedar "fecundizadas" y convertirse en causa de vergüenza familiar.
"¿Pero cómo, señor?", habrán inquirido picadas por la ardiente curiosidad aquéllas mozas que cortejaba el doncel Gerónimo en los tiempos de la gesta de Independencia. Porque nuestra historia de hoy, Día Mundial de la Lucha contra el Sida, ocurrió hace dos siglos, en junio de 1818.
Imagino que sonriendo pícaramente, el subteniente del batallón de milicias blancas de la plaza de Campeche sacaría con discreción alguna de las "fundas de piel muy finas de que usaba para cubrir el miembro viril", y llenándola "de viento" ilustraría sobre su uso a la muchacha.
Y así también inflamaría su imaginación porque las "referidas fundas, llamadas condoes", además de tener una cinta en la boquilla para fijarse por debajo de los peludos ovoides, eran de "gran tamaño" según quien testificó contra el libertino soldado ante la Inquisición, revelándonos de pasadita que su pichón –como mi buen Lázaro Azar me informó llaman en su tierra campechana al chóstomo– era más bien un guajolotazo.
No es que el subteniente López de Llergo y Calderón se haya soplado con una de esas fundas al soplón, que era el viudo Manuel de Elizalde, de 57 años y padre de tres hijos, sino que este había oído hablar de los condones a un compañero del militar, el teniente José Arvisua, y luego comentó la noticia durante una reunión en la casa de don José Ygnacio Zervera, ante otros "dos o tres" caballeros entre lo que estaba un tal Mateo Cosgalla –o Cosgaya–, quien se apresuró a decir que "él mismo había visto una de las fundas en manos del expresado don Gerónimo López de Llergo".
De ahí que bien podríamos considerar lo anterior –a reserva de que me corrijan los historiadores– como el primer acto documentado de promoción del condón en las tierras que tres años después del hecho referido, con la consumación de la independencia (1821), se convertirían en México.
Y al pitoloco don Gerónimo habría que colgarle la honrosa insignia de ser el primer promotor de la prevención de las enfermedades venéreas y los embarazos no deseados en estas tierras. ¡Un verdadero héroe de la naciente nación mexicana, merecedor de un monumento!
Así literalmente porque en una carta, que como la referida declaración custodia el Archivo General de la Nación y hallé sobre el caso en el Corpus Diacrónico y Diastópico del Español de América (CORDIAM), el cura Pedro José Hurtado había informado, el 5 de agosto de 1818, al comisario del Santo Oficio de la Inquisición de Mérida, don Luis Rodríguez Correa, que:
"Hace el tiempo de un mes, poco más, que pasó por este pueblo [Bacal] con dirección a esa capital [Mérida] el subteniente de milicias de Campeche don Gerónimo López de Llergo y Calderón, quien durante unos pocos días que permaneció en Calkiní –pueblo inmediato a este– manifestó a don Mateo Cosgaya, vecino de esta ciudad, unas fundas de piel muy fina, de que usaba para recubrir el miembro viril y fornicar sin peligro de contaminarse con las rameras ni de fecundizar a las recatadas que conociese carnalmente".
Pero esta actividad que con los ojos de hoy solo podemos calificar de sabia y responsable fue considerada entonces ¡digna de excomunión! No podía ser de otra forma dado que los condones representaban una amenaza al control que la iglesia católica, y la sociedad por ella regida, imponían sobre todo a las mujeres señalando con su dedo flamígero como pecado el sexo fuera del matrimonio.
"La conducta de este joven se advierte muy viciada", subrayaba en su carta el cura Hurtado, "y desde luego se propone con las referidas fundas, llamadas condoes, reducir a sus deshonestos deseos a las que solo por el temor a la afrenta que se sigue a hallarse fecundizada se abstienen de la fornicación".
En su declaración, don Manuel de Elizalde dejó claro el poder seductor de las "muchilas o fundas llamadas condoees, con que se ejecuta la fornicación para que las mujeres no conciban, siendo por este medio más fácil la persuasión y consecución de ellas".
¿Qué pedía el padrecito Hurtado? Pues, que la Inquisición se "sirviera" recoger al susodicho... pero las fundas, que eran cinco. Porque ¡cómo que las criaturitas del Señor, expulsadas del mítico Edén por haber hecho uso de su libre albedrío, iban a gozar en este valle de lágrimas y sin los riesgos de coger y re-coger en lugar de henchir de cristianos la tierra para que fueran mano de obra del rey y luego se mocharan con su caritativo diezmo en las alcancías de los príncipes eclesiásticos!
Dos siglos después, la iglesia sigue prohibiendo por prejuicios estúpidos y criminales el uso de este efectivo método anticonceptivo y de higiene sexual, sobre el que algunos investigadores afirman encontrar referencias en fuentes tan antiguas como las obras de Virgilio y los autores satíricos romanos, según leo en The new joy of gay sex (Harper Perennial, Nueva York, 1993).
"Los condones (y dildos) aparecieron por primera vez en Inglaterra en 1660, supuestamente llevados desde Italia, y fueron ampliamente usados en el siglo XVIII, cuando eran rampantes las enfermedades de transmisión sexual", refieren el doctor Charles Silverstein y Felice Picano en el referido libro.
"Para entonces se volvieron tan comunes que eran manufacturados, vendidos abiertamente e incluso publicitados –como 'implementos de seguridad que garantizan la salud'– en París y Londres".
Como Campeche era desde temprana época virreinal un importante puerto de intercambio comercial, donde incluso abundaron los piratas británicos, es probable que importadas de esas latitudes europeas hayan llegado a las fogosas manos de nuestro don Gerónimo las bienaventuradas fundas. O al menos, la técnica para confeccionarlas.
Primero fueron hechos con trozos de intestino de oveja cosidos uno a uno, por lo que eran caros y su olor natural no quiero imaginarme lo desagradable que habrá sido, sin mencionar los aromas que le agregaría el reuso cuando la prisa amatoria pasaba por alto la sana enjuagadita (Cosgalla refirió a sus camaradas que la funda que vio en manos del subteniente estaba "sucia").
A finales del siglo XIX, el caucho sustituyó al intestino animal –siguen explicando los autores– pero esos primeros condones se rompían fácilmente a menos que fueran fabricados demasiado gruesos, lo que iba en detrimento de la satisfacción de los alegres fornicadores.
"El perfeccionamiento del caucho vulcanizado a principios de nuestro siglo [XX] no solo hizo posible la durabilidad de las llantas del mismo material, lo que contribuyó al auge de la industria automotriz en Estados Unidos, sino que también permitió fabricar los condones de látex que resultaron más baratos, seguros, delgados y, por lo tanto, más placenteros".
Como el citado librito es uno de los primeros de temática homosexual que me atreví a comprar, justo en un viaje a Nueva York en esos tiempos de la pandemia de VIH cuando aún no existían los maravillosos tratamientos combinados de antirretrovirales (aparecieron hacia 1997), los especialistas advierten a sus lectores gays que "los condones se han vuelto obligatorios en nuestras vidas, verdaderamente un asunto de vida o muerte".
Claro que el uso de estos forritos ha sido efectivo para evitar contraer o propagar diversas enfermedades de transmisión sexual no solo entre los gays, y prevenir entre los heterosexuales embarazos no deseados. Pero parece que debido al éxito del tratamiento que nos permite vivir bien a los vihchosos, hay muchos que prefieren no usarlos, en el mejor de los casos porque están en PrEP (profilaxis pre exposición), esto es, toman con monitoreo médico un antirretroviral diario para evitar contagiarse del virus cogiendo a pelo.
Quienes como yo viven –o saben que su pareja o parejas viven– con el virus de manera controlada, con tan pocas copias en la sangre que no lo transmiten, también pueden tranquilamente matar el oso a puñaladas sin la presencia de una barrera de látex.
Claro que hay otras infecciones de transmisión sexual, como sífilis y gonorrea que últimamente cierto discurso activista nos ha pintado como el coco al niño señalando la presencia de cepas resistentes a los antibióticos, pero sin aportar mayores precisiones científicas como la frecuencia de casos, las geografías donde se presentan y si hay investigaciones farmacológicas en curso para atacarlas efectivamente.
Es una realidad que, año tras año, no se reducen los nuevos casos de personas con VIH, así que algo ha fallado en las estrategias para controlar esta pandemia, hoy metida en otra pandemia durante la cual nomás las viejitas frígidas como Yolanda hemos seguido la abstinencia enclaustradas con mayor severidad que los cogelones monjes medievales.
Hoy Día Mundial del Sida, Nosotros los jotos ha querido honrar con la historia de don Gerónimo López de Llergo y Calderón a quienes de manera honesta siguen luchando contra el VIH, que aspiro a ver totalmente derrotado con una cura o vacuna antes de irme a que me ensarten todos los demonios verijudos del infierno.
Si quieres información científica sobre el tema de marras presentada de manera realista y muy amigable te recomiendo, querido lector, amable lectora, la recién lanzada página de mis comprometidos cuates de Inspira Cambio:
https://sacateladuda.inspiracambio.org/
¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos! Por favor usen bici y sobre todo su libre albedrío responsable ante las pandemias que nos sobrecogen (mal).
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