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El mundo del músculo de Cristeto

El mundo del músculo de Cristeto

Por Antonio Bertrán

Narciso se asoma a la cámara y Armando Cristeto le entrega su reflejo.- Carlos Monsiváis.

De pie para que lo retratara en medio de un caos de cajas amontonadas en la que fue la habitación de su hermana mayor, Armando Cristeto Patiño tomó lo primero que vio delante suyo. Era un libro medio despanzurrado con la célebre marmota despanzurrada de su amigo el pintor Enrique Guzmán, en la portada.

"Muchos creían que yo fui el último amante de Enrique en la Ciudad de México", dijo mirando en los interiores del volumen una fotografía fechada en 1978, en la que ambos aparecían, veinteañeros, en la inauguración de la sección de pintura del Salón Nacional de Artes Plásticas, en el Palacio de Bellas Artes.  

Armando agregó que incluso hubo quien le preguntó directamente sobre este asunto íntimo con el pintor, que meses después se mudó a Aguascalientes, desarrolló esquizofrenia y se suicidó, con 33 años, en 1986.

Y para desmentir sin lugar a dudas el chisme soltó –¡por fin!– el tipo de confesión picante que me emociona escuchar en una entrevista:

"Mi primera relación sexual fue en abril de 1981, cuando hice la foto famosa del Apolo urbano".

Y fue con alguien a quien conoció en el mismísimo certamen de fisicoculturismo donde captó la imagen icónica, la cual me aseguró haber impreso solo unas 30 veces, en diversos formatos conservados hoy en selectas colecciones como la de Carlos Monsiváis, a quien se la obsequió en 1991 ("Él en el escritorio, con la chequera, me preguntó: '¿Cuánto es, Armando?'. 'Ay, ¡cómo crees, Carlos!', le dije").

En julio de 1981, tres meses después de haberla tomado, Armando Cristeto exhibió por primera vez su foto emblemática del Apolo urbano, en la exposición El desnudo masculino, del Centro Cultural Teotihuacán, ubicado en la calle del mismo nombre de la colonia Hipódromo Condesa, que coordinaba el coreógrafo Homero Espinosa.

Sentados frente a frente para guardar la sana distancia en la sala de la casa familiar, donde ha residido casi sus 63 años de vida, Armando me había hablado durante una hora y veinte sobre su serie del mundo del músculo, que con una nutrida selección estuvo expuesta en la Galería José María Velasco, en junio de 2019.

El origen del deseo que lo llevó a elegir el tema, entonces "absolutamente inédito" para la fotografía autoral mexicana, lo halló el también curador hurgando en sus recuerdos de infancia, uno de los cuales le vino un tanto "nebuloso", aunque lo calificó como un importante golpe visual:

"Yo me veo en la colonia Roma de la mano de mi mamá, me veo como un niño grande de seis, siete, ocho años, y que cruzo por un lugar que es una gran vitrina, una vidriera, y donde adentro veo gente con pesas y algunos musculosos, si no con poca ropa, sí en playera y haciendo así (arqueando los brazos con los puños cerrados, como posan los profesionales para mostrar los bíceps) ; estoy hablando de los años 60.

"Puedo pensar que era un gimnasio que estaba en la calle de Medellín, casi esquina con Álvaro Obregón".

El recuerdo que sí conserva nítido es de 1971. Tenía 13 años y era el "flamante ayudante" de su hermano Adolfo Patiño, Adolfotógrafo, que con 16 ya se dedicaba a la fotografía. Ambos eran miembros del Club Amigos del Cine Mexicano, con sede en los Estudios Churubusco.

Los sábados, para disfrute de los miembros del club se proyectaban películas de preestreno, con la presencia del director y sus actores, en el auditorio del Instituto Nacional de Protección a la Infancia (INPI), ubicado en la calle de Municipio Libre. En algunas ocasiones invitaban a cantantes amateur o nuevos cantantes, y a personalidades del espectáculo, como una Miss México.

"Me acuerdo perfectamente: en 1971 acababa de ser nombrado Mr. México Héctor Pliego, y nos fue a dar una exhibición del mundo del músculo", evocó Cristeto, y como contexto mencionó que en ese momento hacía muchas películas Juan Miranda, "quizá el mister más famoso", conocido como el Steve Reeves Mexicano en alusión al físicoculturista y actor estadounidense que protagonizó Hércules (1958), del director italiano Pietro Francisci.

"Héctor Pliego es uno de los mister más jóvenes que ha dado México (ganó el título en 1969, con 19 años), tenía un físico muy privilegiado: 1.85, 1.88 de estatura, con gran volumen muscular, guapo, fue el primer Mr. México que vi".

Casi una década después, un cucurucho de cacahuates lo condujo a los concursos del también llamado fisicoconstructivismo. Resulta que la mercancía se la habían entregado envuelta en una hoja de la revista Muscle Power, que le alborotó la libido.

Curiosamente, yo también descubrí en un puesto de periódicos, a principios de los 80 con 13 o 14 años de edad, esa revistita cuya portada impresa a color y las fotografías de interiores en blanco y negro despertaron mis primeras fantasías masturbatorias.      

"A ver, a ver, cómo está este cucurucho", se dijo un Armando de 23 años analizando el envoltorio que le entregó el vendedor.

"Entonces ya los cacahuates era lo que menos me importaba, miré que las páginas eran de una revista reciente, vi los reportajes y corrí al puesto de periódicos".

El ejemplar que compró, lo leyó de cabo a rabo y descubrió en la sección de noticias que el próximo concurso de profesionales del volumen muscular tendría lugar en diciembre de ese 1980, en el Gimnasio Iberometropolitano de Tacuba.

"Había tres o cuatro gimnasios Iberometropolitanos, que eran propiedad de don José Castañeda Lince, el único mexicano que ha ganado el Mr. Universo (en 1962)", dijo Armando.

Luego se paró y fue a una mesita donde tiene, salpicadas por otras imágenes y muñequitos de superhéroes, una colección de retratos tamaño infantil de apuestos jóvenes, exhibidas en pequeños marcos bien alineados.

Entre esas fotitos que para un proyecto conceptual se ha "apropiado" de diversos cuadros o urnas con cristos y santos, después de pedirle permiso a los patronos que las recibieron como tributo de gratitud por algún favor concedido al de la efigie, Armando tomó la de Castañeda Lince, le limpió el polvo, la sacó de su marco y me la mostró señalando que al reverso el campeón se la había dedicado.

La primera impresión que tuve al entrar en su casa de una planta y patiecito alegrado por un frondoso geranio, ubicada en la Avenida 527, sección I de San Juan de Aragón, fue que estaba –con perdón de mi amable anfitrión– llena de triques, por no decir chingaderitas cuyo abigarrado despliegue propiciaba la postergación del uso del plumero, ¡achú!

Luego de un "tour" por sus estancias y la correspondiente explicación comprendí que son curiosidades de otra época y muchas vidas, cargadas de significado para Armando, con las que aquí y allá ha formado íntimas instalaciones, la mayoría en recuerdo de sus amados padres. A ellos está dedicado, en la mesa del comedor, un perenne altar de muertos con sus retratos rodeados por santos niños y vírgenes, calaveras de azúcar y panes decorados, que Armando trajo el año pasado desde su natal Huetamo, Michoacán.

Incluso el caos de cajas en la habitación de su hermana es aparente, porque están bien apiladas y de su contenido –revistas, libros, fotos impresas, folletos– parece tener una idea aproximada el asistente de Armando, Jesús de la Torre, zacatecano de 56 años, quien maneja su archivo y durante esta pandemia le ha ayudado a escanear sus negativos, la mayoría inéditos, de los años 70 y 80.

"Con un poco de temor", reconoció Cristeto que se apersonó en ese primer certamen, en diciembre de 1980. "Para mí era un mundo muy críptico, como muy de cónclave, y yo no iba a hacer un reportaje para revista, mucho menos una crónica puntual de ganadores para un periódico".

El joven fotógrafo, que ya había trabajado portafolios como Fauna imperial celeste (de paisaje urbano con espectaculares) y la hoy revalorada serie sobre el condón (tomada mucho antes de la aparición del VIH sida), estaba buscando un tema autoral, de ensayo enfocado al retrato, y se dio cuenta que en ese evento inaugural era el único fotógrafo con una cámara de 35 milímetros y y un par de rollos de película.

"Desde que leí la revista dije: 'Este va a ser mi tema, ojalá lo logre'. Y fui muy bienvenido en ese primer día, así que dije: 'Yo de aquí soy, no tuve ninguna cortapisa, todos son muy amables, todos posan, todos están muy felices porque los fotografíe'".

A la ocasional pregunta de si la foto sería para un periódico, Armando respondía con la verdad: "No, va a ser para una exposición que yo voy a hacer". Y si alguno de los concursantes le pedía una copia como recuerdo, el artista le proponia, como hasta ahora: "Este es mi teléfono, me llama y con mucho gusto le regalo, no se la cobro, se la regalo, una bonita impresión".

"Y tomé la precaución de no decirle que fuera a mi casa, sino que yo iba al gimnasio donde estaba o que nos viéramos en un café. De ese ofrecimiento de mi parte, si el 10 o el 15 por ciento me ha llamado por teléfono y se ha concretado el asunto, es mucho".

–¿Los veías en lugares públicos para no tener la tentación de intentar seducirlos? – pregunté con morbo juguetón.

–Siempre me quedó eso clarísimo, yo siempre he sido muy correcto, por decirlo de una manera con la Real Academia Española. Ese es mi trabajo y a mí me interesaba mucho el tema, y me interesaba cuidar esos aspectos, incluso por adelantado, para que no se llegara a pensar algo. Yo la tentación la tenía perfectamente controlada.

–Pero finalmente sí había una atracción de ir y ver a estos jóvenes, tú tenías una mirada, digamos, homoerótica, ¿no?

–Absolutamente.

–¿Qué te provocaba el estar entre todos ellos, o estabas demasiado preocupado en el encuadre y esas cosas?

–Me la ganaste, casi. Cuando fotografío y cuando los fotografío a ellos o a los vaqueros (gays), es algo fundamental que me tienen que gustar. Número uno, el personaje me tiene que gustar para yo fotografiarlo, me tiene que gustar eróticamente, me tiene que gustar hormonalmente, visualmente, sexualmente.

–¿Tienes que sentir mariposas en el estómago?

–No tanto, un poquito nada más (risas). Bueno, unos poquitos sí me las provocan pero es un fenómeno muy curioso, tienen que parecerme, por lo menos, carismáticos. A lo mejor digo: "No es el tipo de hombre que a mí me gusta, pero es muy carismático y fotográficamente me va a salir muy bien". Los que no han ido a un concurso (de fisicoculturismo) o una fiesta vaquera, no saben qué es tener en tu radio visual a 30 hombres que, como se dicen coloquialmente, el más tullido es alambrista. O sea, 30 hombres que son espectaculares y para nada son el promedio de la población. Entonces es muy difícil cómo escoger. Sí estoy muy concentrado en quién, dónde y cómo, y eso es otro proceso mental que me preocupa. Procuro relajarme pero nunca deja de preocuparme porque siempre estoy en la búsqueda de una buena foto.

"Ahora ya hay cosas más elaboradas, hay muchas pinturas para su preparación para el escenario", aclaró Armando recordando la mezcla a base de yodo que le afectaba los pulmones. José Lugo posa junto a un arlequín, 1991. 

Taquicardia le provocaba a Cristeto el ambiente de los primeros concursos, y no precisamente por estar rodeado, en los espacios cerrados donde se preparaban, por musculosos Apolos cubiertos solo por una tanga, sino debido al yodo de una mezcla con "tierra india" que se untaban en el cuerpo para broncearlo y resaltar bíceps, tríceps, deltoides, trapecios, pectorales, gemelos...

"Cada vez que voy al mundo del músculo, que veo literalmente 100 o 200 concursantes en un Mr. México, siempre es una atmósfera muy particular que ya conozco, pero que no deja de excitarme en muchos sentidos", reconoció el también maestro de la antigua escuela de San Carlos.

"Creo que no puedo hablar de una excitación sexual, porque para mí se necesitan otras cosas, pero sí de una excitación lúdica y visual muy particular".

La icónica, con solo dos disparos

Generoso como siempre ha sido con Nosotros los jotos, Armando Cristeto me envió, para robustecer esta entrega, una selección de fotos inéditas de la serie Apolo urbano, entre las que destaca la que escogí para la portada, porque el chihuahuense Rogelio Ramos luce muy pleno tras ganar el título de Mr. México, en 1983.

Claro que el famoso retrato de la serie me ha producido, desde que lo vi por primera vez, "calosfríos ignotos" (como diría López Velarde). Es inigualable la mirada directa y seductora del muchacho, que además frunce los labios como pidiendo un beso; lo estético de su cuerpo en contraposto, justo como un dios griego; el invitante ombliguito que adorna grácilmente su marcado abdomen, e incluso lo que se le marca en el calzón, tan sexual.

Por eso siempre me ha parecido que el muchacho en segundo plano observa descorazonadamente a su rival, consciente de las pocas posibilidades que tiene de ganar ante semejante Apolo.

Pero al revisar las imágenes desconocidas, también me encantó la composición con un fornido concursante junto a un póster arrumbado de Marilyn Monroe. Ambas figuras despiden brillitos, y creo que dialogan como símbolos de la seducción, según el gusto del observador.  

Colocar a quien será retratado aprovechando un contexto hallado por azar en los espacios donde los concursantes se preparan, es la forma en que trabaja el ojo de Cristeto para componer sus retratos.

Así logró el Apolo urbano, en abril de 1981, un clásico de la fotografía mexicana –incluso del arte mexicano, como le han asegurado algunos amigos artistas visuales–, incluido en diversas exposiciones.

Los catálogo de dichas muestras, el fotógrafo se los fue pidiendo a su asistente Jesús para mostrármelos: México a través de la fotografía 1839-2010, Museo Nacional de Arte, 2013; Sin límite de tiempo, con límite de espacio, Biblioteca de México, 1993, y En tus ojos o en los míos, Antiguo Colegio de San Ildefonso, 1998 (estas dos últimas conformadas por una selección de la colección de Carlos Monsiváis).

El bellísimo muchacho que aparece en el primer plano de la foto de marras es Juan González, precisó el autor, tenía 21 años –"dos menos que yo"–, era chilango, estudiaba ingeniería metalúrgica y ganó el certamen de Mr. Ciudad de México, en el que lo captó.

El concursante que en segundo plano, subido a una silla, voltea con la mirada un tanto perdida, se llamaba Rubén Cejudo ("vivía en Tlatelolco, murió hace dos años por sobredosis de cocaína").

"La foto la tomé en el estacionamiento del edificio del Sindicato de Artes Gráficas", que hasta la fecha se ubica en Héroes 22, colonia Guerrero, casi pegado al Panteón de San Fernando. El predio tiene forma de L y la entrada al estacionamiento es por la contigua calle de Mina.

Los certámenes solían hacerse en los auditorios de instituciones como ese sindicato o el Teatro de los Ferrocarrileros, me explicó Armando, aprovechando las amistades de los participantes, aficionados o dueños de gimnasios.

He aquí la narración de cómo logró su imagen insignia, en la que sin duda operó la suerte, pero bien dirigida:

"Estaban ejercitándose en el estacionamiento, en el que había una entrada al auditorio, donde luego posarían. En el Teatro Ferrocarrilero se tienen que ejercitar en los camerinos o en la parte interior, que de repente es muy asfixiante, huele mucho a sudor, a todo ese tipo de cosas, al sudor de 50 cabrones, que ahí no me parece excitante.

"Entonces estaban en el estacionamiento, y mi proceso es, cuando alguien me llama la atención, me gusta, alguien que considero guapo o que le puede gustar a mi cámara también, escojo un lugar que sea invariablemente un poco flat, que no tenga muchos distractores o, por ejemplo, como ahorita verás en la foto del arbolito de navidad o la del espejo, esos elementos yo los busco, a veces hay y a veces no hay. Pero cuando hay le digo (al modelo): 'Ven, ¿me puedes posar aquí?'.

"Juan González estaba por otro lado, Rubén sí estaba ahí, haciendo unos ejercicios, híjole, no sé cuál es el término, son unas tensiones, subiendo los talones para hacer presión y que se vascularice la región gemelar, el chamorro, que es el talón de Aquiles de los mexicanos.

"Se apoyaba en una lámina, que estaba ahí parada, quién sabe por qué. Entonces yo veo a Juan y le digo:

–Oye, ¿me puedes posar para una fotografía?

–Ah, sí, cómo no.

–Pero aquí.

"Y lo coloco frente a la lámina, que es una especie de telón, de ciclorama. Y ojo, mi lente era un gran angular, entonces el otro muchacho tenía cara como de: 'Yo estoy aquí y no me fotografía'. Se sentía desplazado pero estaba siendo fotografiado por el gran angular. Yo inmediatamente dije: 'Aquí hago el contrapunto de mirada, tiene un poco la vista perdida, pero sí está con la escena y la atención corporal hacia nosotros. Bueno, esta sin duda es la más efectiva de todas (las fotos de la serie)".

Cristeto me aseguró que hizo solo dos disparos, el primero de los cuales fue el bueno, el que seleccionó –le confirmó su asistente Jesús, con la autoridad que le da manejar sus negativos–. No usó flash, sino la luz ambiente, y ya no recuerda el asa de la película de 35 mm que había en la cámara.

Pero tuvo una dificultad que se advierte claramente, con un "brillo asqueroso" arriba, en la primera postal que se imprimió, sin mucho cuidado de edición, para el número inaugural de la revista La regla rota: "¡Estaba en absoluto contraluz, la fotografía fue una proeza!".

En formato 16 x 20, una impresión de mucha calidad llegó a manos del modelo principal, Juan González, algunos años después.

"La mandé hacer en Estados Unidos, y coincidió que él vivía en Los Ángeles, donde nos reunimos y se la regalé".

Del certamen a la cama

Ese día de abril de 1981 no solo es importante para Armando Cristeto en el plano profesional, al haber logrado, como solo 23 años, "una imagen de trayectoria icónica", una "gran dicha" que, a veces, muchos fotógrafos profesionales no tienen.

También lo fue en la esfera privada porque conoció a Gustave Girardot, con quien tuvo su primera relación sexual.

No, no era uno de los jóvenes y atléticos concursantes del Mr. Ciudad de México, sino un parisino de 55 años que estaba cubriendo el certamen para una revista francesa.

"Desde adolescente me gustaron mayores de 40, y hasta la fecha", confesó mi amigo.

Durante la preparación de los concursantes, Gustave y Armando habían intercambiado alguna mirada, y después de que el fotógrafo hiciera su toma memorable, el periodista lo abordó con el pretexto de pedirle algunas de las imágenes para acompañar su reportaje.

"Se me acercó al final del entrenamiento en el estacionamiento, cuando llamaron a los competidores adentro para iniciar el certamen, me preguntó para qué medio trabajaba, y recuerdo que me pidió que le tomara a un competidor moreno con pelo afro, que a mí no me había llamado la atención, pero evidentemente a él sí".

Simpatizaron porque el joven mexicano veía mucho cine y esto dio pie a que bromearan con el apellido del francés, el mismo de la actriz Annie Girardot, quien resultó no ser su parienta.  

Cristeto imprimió "cinco o seis imágenes, incluida la de Juan y Rubén", y unos días después se las fue a entregar al parisino, que le gustó porque era "blanco, muy alto, de pelo castaño, ojos oscuros, un tanto velludo y un poco gordito; en su juventud había hecho deporte".

Gustave se alojaba en el Hotel Majestic. Cristeto no quiso cobrarle las fotografías, así que para corresponder, mi colega lo invitó a cenar y, al final de la velada, a pasar la noche en su habitación...

Mi querido y fino amigo declinó darme detalles sobre el armamento y desempeño amatorio del galo en su noche iniciática, solo reveló: "No me enamoré, pero un gran cariño sí le tuve" (se volvieron a ver porque regresó a México al año siguiente, con Juan, su pareja desde hacía un cuarto de siglo, que era español y un poco mayor que Gustave).

Siempre "correcto", cuando estábamos solos en su recámara, rodeados de muchos libros y más recuerdos, Cristeto tampoco me dejó que le quitara la camisa y lo llevara a la cama... aunque fuera nada más para retratarlo, querido lector, amable lectora morbosa.

"Esa imagen tiene copy right", se disculpó y soltó una fuerte carcajada.

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

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