El santo y seña era: “Vengo a ver a los muchachos”. Al cerrarse la mirilla y abrirse la puerta aparecía una mujer cincuentona, morena y bajita, con senos y caderas robustos, de nombre Guillermina, que los asiduos a esta casa del número 2735 de la Calzada de Tlalpan llamaban, afectuosamente, Guille.
Con una franca sonrisa, la anfitriona recibía a los caballeros que acudían al peculiar negocio que tenía con su esposo, Jesús Ríos Sepúlveda, quien por supuestamente ser un militar retirado era mejor conocido por su clientela como el Mayor.
Discretamente maquillada y con zapatillas de piso, Guille estaba muy lejos de parecer la madrota de un prostíbulo de efebos que funcionaba al margen de lo permitido y, por increíble que parezca, en una época que estaba muy lejos de ser tolerante con las "depravadas" prácticas homosexuales.
Desde el patio, Guille conducía al cliente hasta un pasillo que se abría en una estancia donde un grupo de atractivos jóvenes “hacía sala”. Con el hablar sofocado típico de los asmáticos, la madama decía: “Escoge, a ver cuál te gusta ahora”. Y dejaba al parroquiano entre los muchachos que, como rezaba la contraseña, efectivamente había ido a ver... y para alguito más.
Uno de los asiduos de este burdel era mi amigo Ángel, quien el pasado junio cumplió 85 años, muy lúcido, en pleno confinamiento por la pandemia. A finales de la década de 1960, cuando operaba esta casa del deseo ninfeo, era un treintañero graduado de economía en la UNAM, y trabajaba en los laboratorios farmacéuticos Lederle que, ubicados en Calzada de Tlalpan 3092, estaban a tiro de piedra de Casa Guille, como la llamaba.
Todos los fines de semana de quincena, cumplida la jornada laboral, Ángel se lanzaba a relajarse con “el guillermazo del viernes”. Un compañero de trabajo, Guillermo López Guízar (recientemente fallecido), le había descubierto esa casa de lúbricos y desviados placeres que, por estar al margen de la ley, no podía tener más publicidad que el boca o boca de sus clientes, entre los que una infausta noche se encontraban, como veremos, un célebre artista plástico, un escenógrafo y algún anticuario de renombre...
Sentado en la acogedora sala de su departamento, en la colonia Condesa, una tarde de enero de 2003 Ángel me refirió con gran deleite aquellas visitas al domicilio de Tlalpan. Y unas semanas después fuimos en expedición al Sur de la ciudad para que me señalara la casa, que encontramos abandonada y un tanto deteriorada. ¡A saber cómo estará hoy!
El jueves pasado que llamé a Ángel para informarme cómo ha estado viviendo la cuarentena, y decirle que quería finalmente publicar su historia me pidió, como ¡hace 17 años!, que lo hiciera sin mencionar sus apellidos. Con cariño, recordamos que aquella tarde de confidencias tomamos uno de los tés que él mismo importa, preparado en su tetera de plata labrada.
En aquella entrevista, mi amigo se transportó en el recuerdo a esa otra sala, de paredes encaladas y decoración "muy lagullinera" con sillones, sillas y mesitas de apoyo, donde las copas eran servidas por el Mayor, quien personalmente se encargaba del bar y la seguridad del negocio. Estaba de moda el ron Batey, destilado en Córdoba, Veracruz, cuya publicidad invitaba a preparar la Cu-Ba-tey, que entonces tomaba Ángel.
“Al chico que te gustaba lo invitabas a pasar a alguna salita más íntima, tenuemente iluminada, para platicar un rato y tomar algo”, dijo mi amigo.
De entre la docena de chicos, generalmente emigrados de los estados, que ofrecían sus voluptuosos encantos, el favorito de Ángel era el Comodín: “Tenía 16 o 17 años, era de cabello castaño, muy guapito, enjuto de carnes pero bien formado, y con la facilidad de adaptarse para complacer al cliente ya fuera activo o pasivo; por eso le llamaban el Comodín”.
La tarifa por unos 30 o 45 minutos de placer era de $50 pesos, que el cliente entregaba directamente al muchacho que saciaría sus venéreos apetitos en la intimidad del cuarto, que era "muy pelón" porque su único mobiliario consitía en una cama grande, una silla y un buró.
“Una cosa muy curiosa", recordaba Ángel, "era que había dos mujeres viejas y gordas que se encargaban del aseo de los cuartos, y te entregaban un rollo de papel sanitario y una lata de crema Teatrical”.
No eran los tiempos del SIDA, claro, así es que el condón y los lubricantes a base de agua no estaban en la mente de nadie, y seguro que, además de la lozanía de la edad, el famoso producto antiarrugas habrá ayudado a que los alegradores tuvieran el cu...tis de princesa encantada.
Ya en el aposento, junto a la cama, “no había besos ni escarceos demasiado afectivos” con el efebo, que se dejaba admirar, manosear y hacer lo que el cliente le pidiera… Si el escarceo lúbrico se demoraba más de la cuenta, se oían los típicos golpecitos en la puerta para advertir que era tiempo de terminarlo.
“Entonces salías del cuarto abrochándote, junto con el muchacho, que volvía a hacer sala en espera de ser abordado por otro caballero”.
Satisfecha la libido, el cliente se tomaba otra copa y para que pudiera retirarse le tenía que entregar a Guille la tarifa de la entrada, unos $30 pesos. Entonces ella, con su hablar sofocado, le decía al Mayor: “El señor ya pagó”. Y el ex militar lo acompañaba hasta la puerta y abría la cerradura despidiéndolo.
Clausuran nido de perversidad
Alrededor de un año, Casa Guille operó sin contratiempos, Ángel creía que gracias a las relaciones y "palancas" que tendría el Mayor con las autoridades policiacas. Pero una madrugada, los judiciales cayeron en este "tugurio de homosexuales".
Para mayor desgracia de la clientela, la redada fue reportado con gran escándalo en la edición 306 del semanario Alarma!, publicada el 12 de marzo de ese 1969.
La cabeza de la nota en interiores se regodeaba en el hecho y advertía: “Fiesta íntima de drogadictos y asquerosos homosexuales”. “En la razzia cayeron personajes de fama y menores de edad”.
Esos personajes de fama quedaron en la memoria de Ángel, quien me contó divertido que se salvó de ser balconeado porque ese fin de semana no tuvo dinero para “el guillermazo del viernes”.
“Estuve a punto de ir porque mi amigo Memo me insistió en que pidiera el dinero prestado a algún compañero, ¡pero no lo conseguí y así fue como me salvé porque Alarma! publicó las fotos de quienes fueron detenidos!".
El semanario sensacionalista incluso destacó los nombres de los famosos que se encontraban en el depravado jolgorio del Mayor:
“Entre sus bien elegidos invitados se hallaban personalidades tales como el pintor Pedro Friedeberg, ampliamente conocido en la Zona Rosa; el escenógrafo David Antón, no menos popular que el anterior; el negociante en arte antiguo Antonio Souza”.
Este último, que era marido de Lala Sevilla, cuñada de Friedeberg, supo Ángel que “tardó meses en salir de su casa y hacer vida social; los amigos tuvieron que convencerlo y sacarlo”.
Parece que a Friedeberg el asunto “le valió grillo”, y como veremos, el pintor lo recuerda incluso con humor en sus memorias, publicadas ocho años después de la entrevista con Ángel.
La crónica de Alarma! asegura que eran 49 los asistentes a lo que llamó una "fiesta íntima" en la que había "un enjambre de gentes raras". De haberse enterado que Casa Guille en realidad era un prostíbulo para homosexuales, sin duda se habría regodeado con el dato en sus titulares. Su narración se enfoca en describir, con los clichés habituales, las fiestas privadas de homosexuales a los que muchas veces en sus páginas llamó mujercitos:
"Es de aclararse que todos los concurrentes eran hombres, o por lo menos representaban la anatomía de Adán", pero “vestían con llamativas y minúsculas prendas femeninas, y además fumaban mariguana”.
Para más morbo, el redactor afirmaba que “Cuando los toscos agentes en mangas de camisa y portando sendas armas la interrumpieron (la fiesta), aquello se convirtió en un manicomio: Unos, tapándose el pecho para que no los fueran a ver; otros, con su ‘negligé’ atorándoseles en el picaporte o en el respaldo de alguna silla; otros más, quitándose los zapatos que debido al tacón alto les impedía correr con agilidad”.
Pero las fotografías publicadas por Alarma! no dan cuenta de esos travestismos. Uno de los pies aclaraba, no sin mofa: "Aquí ya están vestidos con prendas masculinas; pero los hubieran visto qué monos se veían con 'neglige', monobikini, pintadotes y de tacón alto".
Multa de $4 mil y deportación
En De vacaciones por la vida, las "memorias no autorizadas del pintor Pedro Friedeberg relatadas a José Cervantes" (Trilce Ediciones, 2010/2011), el artista surrealista narra bajo el título Cabaret de travestis la experiencia –no menos surrealista– de esa noche que le costó "otra colisión con la ley".
Friedeberg había salido de una fiesta en compañía de John Hohnsbeen, curador del Museo de Peggy Guggenheim en Venecia; del cantante Bobby Short, "muy conocido en Nueva York", y un par de personas más.
Eran las dos de la mañana del 24 de febrero de ese 1969 y preguntaron "¿Qué es lo más divertido hoy en México?", al escenógrafo David Antón (quien fue pareja del escritor colombiano Fernando Vallejo y falleció el 28 de diciembre de 2017).
"David dijo que deberíamos de ir a un lugar que estaba al final de la calzada de Tlalpan, por el número 2000. 'Es sábado y se pone de mucho ambiente'".
Friedeberg refiere también que tuvieron que dar una contraseña, y describe con humor el sitio, que evidentemente no llegó a saber que era un prostíbulo para señoritingos que gustaban de los efebos:
"Era un lugar pseudoelegante y cursilón, 'bien puesto', según el criterio clase baja. Nos sorprendió un poco lo que había: además de otros parroquianos, un grupo de mujeres, todas muy altas, guapas, bien vestidas... y muy roncas".
Pedro, entonces casado con su segunda esposa, Wanda Sevilla, hija de un eminente abogado y diplomático, confiesa que nunca había visto un travesti, así que en ese momento no se pudo percatar que "todas aquellas damas, en realidad eran hombres maquillados y vestidos glamorosamente".
Los golpes en la puerta con cierta violencia y la irrupción de un batallón de policías, que tuvo lugar a los pocos minutos de que el grupo se sentó a tomar una copa decidido a retirarse después, al principio los hizo creer que se trataba de una broma, "que todo era parte de un show". Pero se convencieron de que era en serio cuando los judas los sacaron sin miramientos para meterlos a una julia, que los llevó a la procuraduría. Ahí declararon los ilustres detenidos, y los funcionarios "escribían a máquina un acta en la que ponían sin escucharnos una bola de tonterías, aquello que se les antojaba".
Por ejemplo, que entre los detenidos estaba David Antón, quien no aparece en las fotografías y Friedeberg recuerda que, en lugar de acompañarlos, prefirió irse al restaurante bar Villamar, "un lugar de convivencia gay de carácter fellinesco en la esquina de Independencia y López".
Friedeberg es mi vecino, así que fui a buscarlo para mostrarle las fotografías de Alarma!. Casualmente salía de su casa, con el cubrebocas a medio poner, y lo abordé antes de que subiera a su coche. Rápidamente reconoció al galerista Antonio Souza, y dijo que uno de los chicos de perfil con grandes patillas podría ser él, porque en esa época las usaba.
Gracias a las gestiones de su amigo Manuel Ávila Camacho, pondera el pintor en sus memorias, unas horas después pudieron salir libres, aunque por su calidad de extranjero Hohnsbeen fue expulsado del país y no volvió a tener deseos de regresar de vacaciones a México.
Claro que no se pudieron librar de que les impusieran una multa: "cuatro mil pesos –suma exageradamente alta para la época–, que debíamos pagar si queríamos que nos perdonaran el delito de homosexualismo (sic.)".
Friedeberg conservó el recibo de la multa "como recuerdo de aquella iniquidad", porque eran inocentes.
"Nosotros habíamos entrado por tres minutos a una casa donde encontramos algunos hombres vestidos de mujer . Y todavía me pregunto de qué se nos culpaba. Pero así eran las cosas en México en esos tiempos siniestros del regente de la ciudad [Ernesto P.] Uruchurtu" (en realidad, de Alfonso Corona del Rosal, quien lo sucedió en la jefatura del DDF).
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