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'Locas' gozando los muelles de Nueva York

'Locas' gozando los muelles de Nueva York

Por Antonio Bertrán

La luz de la autopista del Lado Oeste que cruza Manhattan rumbo a Brooklyn se trasminaba por los huecos de la deteriorada techumbre, y proyectaba las sombras de cuerpos que deambulaban por el inmenso galerón abandonado.

Crash, chrash, sonaban de pronto sobre los vidrios rotos de una ventana las pisadas de algunos tenis o rudas botas de trabajo. Murmullos de conversaciones, risillas, una tos provocada al demorar la exhalación de una buena calada de hierba, y jadeos, jadeos en diferentes decibeles de placer integraban también el paisaje sonoro, en el que de tanto en tanto podría oírse un lejano claxon o el graznido de un ave oriunda del río Hudson.

Era una tarde de abril de 1981. El invierno no terminaba de dar paso a la primavera, y una reciente ventisca había dejado, por aquí y allá en el sucio suelo, montañitas de nieve que no intimidaron a muchos hombres para exhibir cuerpo y armamento despojándose de toda la ropa, salvo los protectores zapatos.

Un poco caldeaban el ambiente dos tambos de los que salían vivas llamas, pero sobre todo el deseo sexual más libre y lúdico atemperaba la sangre de esos incontables muchachos, señores maduros e intrépidos viejos.

"Era una cosa muy surreal ver ahí esos cuerpos, las nalgas, las vergas, las piernas", me aseguró Gonzalo Aburto rememorando aquella primera vez que visitó los abandonados muelles neoyorquinos, a la altura de la calle Christopher del Greenwich Village.  

Chilango, entonces con 25 años, Gonzalo había llegado la noche anterior a Nueva York con dos amigos también mexicanos, para pasar unas vacaciones.  Miembro del Grupo Lambda de Liberación Homosexual, ya tenía cierta relación con las comadres activistas de aquellas latitudes, y estaba bien informado sobre los lugares para putear en la Gran Manzana. Pero ninguno como los ruinosos muelles, ahí estaba "el mero mole, como decimos en México".

Como buena loca militante y revoltosa, Gonzalo primero paseó y comió con sus amigos en el Greenwich Village, que hace 40 años era el segundo gueto gay más grande de Estados Unidos, después de la calle Castro de San Francisco.

Y luego las comadres jotas exploraron un edificio en construcción, en la calle Christopher, que años después se haría famoso porque ahí vivió Mónica Lewinsky, "la becaria que le hizo guagüis a Clinton". En ese cascarón no encontraron mucha acción, así que sin perder más tiempo enfilaron hacia los infalibles muelles.

En diciembre de 1973, un aparatoso accidente de tráfico protagonizado por un camión cargado de asfalto dejó inservible una parte de la autopista del Lado Oeste, al sur de donde ocurrió el colapso, lo que provocó que las grandes naves de los muelles se fueran vaciando de actividad industrial.

Muy pronto, los edificios se convirtieron en escenario de algunas intervenciones artísticas. Particularmente los aprovecharon como asoleadero, en el verano, y para encuentros sexuales, lloviera, tronara o relampagueara, los gays que poblaban edificios completos del Greenwich Village, empoderados después de los disturbios del  Stonewall Inn, de junio de 1969.

¡Nena, cruzabas un highway, la autopista, y ya estabas en el Paraíso!", me aseguró el sábado un Gonzalo con 66 años recién cumplidos el 31 de julio, y el espíritu juvenil alborozado por el recuerdo de lo que gozó en dicho edén de maderas podridas y fierros oxidados.

Platicamos por videollamada porque desde 1986 emigró a Nueva York, donde hizo carrera como periodista para el público latino, en la radio no comercial WBAI 99.5 de FM. Hoy retirado, colabora con el Sero Project para que se deroguen en Estados Unidos las leyes que castigan a las personas que viven con VIH y pudieran haber transmitido el virus a una pareja sexual.

Recurrí a mi colega buscando un testimonio candente de esos escenarios de lances lúbricos, hoy solo existentes en las imágenes que captó, entre 1975 y 1986, el fotógrafo Alvin Baltrop, un artista de la comunidad negra.

A diferencia de otros fotógrafos que documentaron la vida gay neoyorquina como Peter Hujar y Nan Goldin, por vil racismo y discriminación Baltrop no gozó de reconocimiento en vida. Tuvo solo dos exhibiciones: en el local de una ONG orientada a los homosexuales y en un bar gay a la vuelta de su departamento, en el East Village, donde por cierto trabajaba echando a los revoltosos. Afortunadamente su legado se conserva en una fundación con su nombre, y entre 2019 y 2020 fue exhibido en el Museo del Bronx.

"La maravilla de esas fotos es que nos muestran una vida en que, justo después de la revuelta del Stonewall, los hombres gay pudieron expresar su sexualidad sin culpa, en los lugares donde todavía nos confinaba la sociedad, pero que nosotros con gusto transformábamos", opinó Gonzalo.

"Estos lugares abandonados, sin puertas, sin ventanas, con el yeso cayéndose, descarapelados, adquieren una belleza que puedes palpar en las fotos".  

Aquella primera tarde inolvidable, abrigados con una buena chamarra, los tres amigos mexicanos llegaron a los famosos piers, y se dijeron: "Adiós, áhi se ven". Habían acordado recorrer el excitante "Paraíso" cada quien a su paso y sin hacerse mosca, para luego reencontrarse en cierto punto.

"La verdad, lo primero que hice durante casi todo el tiempo fue recorrer el lugar, y quedar extasiado y admirado por todo lo que veía, fue una cosa muy impresionante, porque en México había lugares donde podías ligar y hacer cositas, pero no se comparaban con un galerón, no sé de cuántos metros, pero era enorme", evocó Gonzalo.

"Ya sabes cómo somos las locas, así que a pesar de que era invierno y hubo tormenta, esos lugares estaban llenos, había mucha gente desnuda que había guardado su chamarra, la playera y el pants deportivo en una bolsita, y me llamó la atención que se quedaban con los tenis o botas de trabajo.

"Había grupitos, parejas, gente sola, algunos se quedaban afuera, en la plataforma, simplemente platicando, pero ya cuando estabas adentro era porque querías más acción".

–¿En la concurrencia había de todo, altos, chaparros, negros, blancos, orientales, jóvenes, maduros? –le pregunté sin eufemismos políticamente correctos.

Yes, yes, de todo como en botica. Lo que no recuerdo, ahora que lo comentas, son asiáticos. Blancos y negros y latinos, sí, y dentro de los latinos, puertorriqueños sobre todo, que en aquel entonces eran los que rifaban. Y los cubanos, era ya casi la última oleada de cubanos que quedaba en Nueva York y Nueva Jersey, antes de que se fueran a Florida; todavía había un núcleo importante de locas cubanas que andaban en el rollo.

–¿Y qué tal las pingas?

–Nena, pingas de todos colores y sabores. Tenemos esa visión de que las locas somos king size, o al menos queen size, pero nunca hay que negarle nada a nadie, por muy chiquita que la tenga, una se acomoda y también te da su dosis de placer.

–¿Triunfaste, querido?

–Como es un rollo anónimo –me dio nostalgia que Gonzalo respondiera en presente–, donde no vas a hacer amigos, aunque encuentras amigos y tengo ejemplos de gente que se conoció ahí y se enamoraron, se fueron a vivir juntos y siguen viviendo juntos, y así te lo contaban: "Nos conocimos en los muelles". La gente que iba era más bien agradable, en ese entonces había menos restricciones para el consumo de alcohol en los muelles y podías tomar, había quien fumaba hierba y se metía otras cosas, era según lo que quisieras y a lo que ibas. Otras locas, amigas mías, decían: "No me voy hasta que haya mamado sesenta vergas" (risas). Y yo les decía: "¡Estás loca, sesenta son muchas!". Y me decían: "Ay no, sesenta no es nada". Y después de dos horas, la loca ya estaba satisfecha, con la sonrisa que le iluminaba toda la cara, y me decía: "¡Fueron sesenta y dos!". Era el tipo de mind setting (idea fija) que te ponías cuando ibas allá.

–¿Recuerdas algún encuentro ahí que te haya dejado maravillado?

–Ya estando en el negocio, una de las veces que recuerdo más es la de haber estado con tres hombres, dos negros y un blanco. Yo, hincada todo el tiempo mamándoles la verga. Estuve horas y horas mamándoselas, y dos de ellos nunca se vinieron, yo creo que estaban en algún rollo [de droga]. Fue muy bonito porque, imagínate, dos negros y un blanco que tenían... yo no discrimino, te digo, pero si tienen algo de lo que una se puede agarrar, amacizar, tú sabes: ¡Bienvenido! Esa vez fue con los únicos que estuve, porque después de eso quedé tan tan satisfecha, y con pajaritos revoloteando en la azotea, que dije: "¡Ya, vámonos para la casa!". Esa es una de las atracciones, también, que sales de ahí, caminas unas cuadras al metro y regresas a tu barrio. Y tampoco había horario, podías llegar un sábado en la tarde y salir al otro día a las siete de la mañana.

–Entonces eres de garganta profunda –dije para animarlo a seguir con las lúbricas confidencias que a Nosotros los jotos nos encantan.

–Ay, nena, sí. Yo siempre he presumido que soy buena mamadora, y espero seguir haciéndome promoción. En cuanto a lo sexual, a mí me gusta mucho mamar, y me gustan mucho las piernas, me gusta mucho ver a los hombres en calzones, en shorts, ¡oh, my God!, eso me pone mala. Y, como tú comprenderás cuando vengas a visitarme, en Nueva York yo estoy mala siempre. Salgo al mercado, a la tienda, a comer y quedo mala, mala, mala, porque los hombres en esta ciudad están cabrones. Y nena, es verano, todos andan en unos shorts pequeñitos, que ahora están de moda, ¡así que yo ando mojada todo el tiempo y estoy pensando en usar pañales de esos, para no delatarme!

Observaba y esperaba  

Alvin Baltrop fue un fotógrafo particularmente fisgón, de ahí lo conmovedora de su obra. Un tiempo se ganó la vida manejando un taxi, entre otros trabajos como el de diseñador de joyería y vendedor callejero. Había nacido en el Bronx neoyorquino en 1948, estuvo sirviendo a su país en la marina durante la guerra de Vietnam, y al regresar estudió dos años fotografía en la Escuela de Artes Visuales, pero la dejó porque no lograba hacer compatible el estudio y el trabajo.

Tenía 27 años cuando, hacia 1975, empezó a documentar con su cámara lo que ocurría en los desvencijados muelles cercanos al Greenwich Village, que en un principio le causaban temor.

Sin duda lo que fue impulsando el trabajo fotográfico de Baltrop, quien se declaraba bisexual, fue el morbo del voyerista y la belleza decadente que como marco ofrecían al sexo clandestino los edificios de bodegones y fábricas, desnudados por los saqueadores y algunos incendios.

Las imágenes que Alvin captó durante una década son de un erotismo íntimo, a pesar de tener lugar en espacios públicos. Se conservan tomas muy abiertas, seguramente captadas sin que lo advirtieran los participantes.

El mismo fotógrafo escribió, en el prólogo para un libro sobre sus imágenes que empezó a preparar a finales de los 90, cuando supo que tenía cáncer:

"Para obtener ciertas tomas me colgué de los techos de varios almacenes utilizando un arnés improvisado, observaba y esperaba durante horas para registrar lo que ahí vivían estas personas (amigos, conocidos y extraños)" https://www.artforum.com/print/200802/alvin-baltrop-pier-photographs-1975-1986-19341

Otras imágenes son retratos y primeros planos de actividades sexuales, que solo se pudieron captar con el consentimiento de los protagonistas. Para lograrlas, me imagino que Baltrop tuvo que ser un observador participante, o al menos haber trabado alguna amistad con los retratados y aprovecharse de su gusto exhibicionista.  

En la introducción a The Piers (James Reid y Tom Watt, TF Editores, 2015), Glenn O’Brien explica que los hombres que retozan en las fotografías del autor (fallecido en 2004 a causa del cáncer y la diabetes) estaban cometiendo actos ilegales debido a que las leyes contra la "sodomía" fueron suprimidas en el estado de Nueva York en 1980, y totalmente derogadas hasta el 2000.

Por lo tanto, esos jóvenes apasionados que inmortalizó Alvin tomando el sol desnudos y divirtiéndose sexualmente eran verdaderos rebeldes, y sin duda se habían enfrentado a la policía en los disturbios del bar Stonewall Inn.

Gonzalo afirma que siempre se sintió seguro en las traviesas visitas que hacía a los muelles, donde nunca supo que llegara la policía a hacer una redada, ni que alguien hubiera sido robado o agredido por una riña entre los participantes.

Desafortunadamente, ya no existe ese mundo gay inundado por la adrenalina del encuentro clandestino. Yo hice un par de viajes a Nueva York en los primeros años de 1990, cuando empezaba a vivir mi inclinación homosexual, pero estaba muy menso y no tuve noticia de los muelles del deseo. Aunque para entonces ya no eran escenario del sexo furtivo entre hombres, me aclaró Raúl, un colega que por esa época estudiaba en Manhattan.

"A mí ya me tocaron los muelles pelones", recordó mi amigo, "eran más asoleadero, pasabas entre las rocas y ponías tu toalla para tomar el sol. Había sobre todo hombres que vestían de manera muy provocativa, algunos estaban en ropa interior y otros desnudos, con todos los yates pasando enfrente y saludando.

"Claro que había ligue, pero yo no recuerdo, y mira que iba mucho porque me encantaba asolearme ahí, no recuerdo que hubiera encuentros sexuales. No, al menos, en el día, porque en la noche nunca fui. Ahora, ¡nada que ver! Eso es Disneylandia, hicieron unos parques muy bonitos, familiares, no queda nada de lo que fue en ese entonces".

Así lo corroboró Gonzalo Aburto atribuyendo la causa a la llegada del sida, que si bien diezmó terriblemente la población gay del Greenwich Village que ocupaba edificios completos –"y no eran pequeños, sino de 80 departamentos"–, en un principio no disminuyó la afluencia de locas a los muelles, dada la falta de información que al principio había sobre el VIH, o la negación e indiferencia de no pocos sobre sus mortales consecuencias.

"Hoy el Village es straight [buga, hetero], ahora ya todas son familias con niños y carreolas, el fin de semana ves por ahí una que otra parejita de gays, y solo hay una tienda que vende juguetes sexuales y películas, nada más; los bares que eras icónicos ya no existen, y como remodelaron y rehicieron los muelles, los heterosexuales se han apoderado de ellos y organizan eventos de diferente naturaleza, como bailes de tango", lamentó Gonzalo.

"Cuando veo estas fotos, junto con lo que hemos platicado, me quedo con su esencia, en el sentido de que nos presentan estos espacios derruidos y decadentes con la belleza cabrona de unas nalgas espectaculares, o de un desnudo o de dos hombres abrazándose o besándose; incluso estas fotos donde están todas las locas tomando el sol, ¡oh, my God... eso era bellísimo!".

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

                 

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