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Compañero de vida

Compañero de vida

Por Antonio Bertrán

Hay pérdidas amorosas que no se superan con dos sorbos de ginebra…

A mediados de 1995 conocí a Pancho. Originario de Nuevo León, tenía en sociedad un restaurante modesto, Plata, en la emergente Colonia Condesa del entonces DF, que yo frecuentaba con Gerardo, mi roomate.

Los ojos azules del emprendedor norteño y una conversación plagada de anécdotas pintorescas de su pueblo, la Villa de Santiago, me sedujeron. Ese mismo año, después de una típica noche mexicana en el Plata, nos hicimos pareja y a los pocos meses nos lanzamos, con gran esfuerzo e ilusión, a la aventura de montar juntos un negocio culinario: La Antigua Cortesana. También empezamos a vivir juntos.

Un día de mi santo, 13 de junio, Pancho llegó con un regalo inusitado: una gatita de pocos meses, gris con hermosas manchas blancas, que le había ofrecido la portera del edificio donde montamos el restaurante.

Yo nunca había tenido una “mascota” en casa porque mi mamá no es afecta a los animales, así que el gesto de Pancho y los tiernos ojos verdes con los que me miraba ese pequeño ser peludo, me mataron de amor.

Como buen jotito sofisticado, le busqué un nombre original cargado de simbolismo: Serafina, un pseudónimo que había usado la poetisa Sor Juana Inés de la Cruz, de quien se había celebrado en 1995 el 300 aniversario luctuoso con muchos festejos que cubrí para Reforma (hermano finolis de METRO), donde trabajaba como reportero de Cultura.

Un día le hacíamos cosquillas en la panza a Serafina, cuando ¡zaz!, se proyectó una rosada evidencia que nos reveló que habíamos vivido engañados y la gatita era en realidad un macho. Para evitarle problemas de identidad, decidimos cambiarle el nombre, y en lugar del obvio Serafín, a mí se me ocurrió rebautizarla como Serapio.

El joven Serapio no resultó muy juguetón. Obviamente compartía la cama con nosotros y buscaba caricias, particularmente las mías, que después de un rato correspondía con un amor salvaje que me dejaba en las manos y brazos marcas como de suicida inexperto.

A Pancho y a mí nos gustaba platicar con Serapio. No pocas veces, jugando a que era el gato quien hablaba, nos decíamos algunas verdades que ayudaban a ventilar nuestra relación.

Miembro de la familia, Serapio nos acompañó y se tuvo que adaptar a tres cambios de domicilio, hasta que hubo la fortuna de adquirir tu pobre palacete, querido lector, amable lectora.

Durante las obras de adecuación para hacer habitable la casa, nuestro muchacho se vio varado unos días en la azotea y se hizo adicto a la vagancia. Solo un par de veces regresó madreadón y fue necesario que su doctor, Pedro Soto, le hiciera leves curaciones.

El olor de las sardinas en aceite de oliva volvía loco a Serapio, pero me negué a maleducarlo con un sencillo argumento: yo no me como tus croquetas, tú no te comes mi comida. Creo que esa disciplina alimenticia contribuyó a su buena salud.

En julio de 2010, Pancho se fue de la casa. Después de 14 años de relación, no nos llevábamos mal pero habíamos perdido interés el uno en el otro. Su decisión de separarnos coincidió con mi diagnóstico de VIH+ y, aunada a los primeros medicamentos que tomé, me provocó una depresión. Mi ex pareja había tenido la generosidad de cuidarme unos meses y, cuando estuve estable de salud, nos despedimos.

Serapio, por supuesto, se quedó conmigo. Muy quitado de la pena, se acostaba a mi lado en las tardes que pasaba leyendo novelas policiacas para sobrellevar la pinche existencia. No pocas veces, sus ronroneos sobre mi pecho resultaron un bálsamo.

Superada esa época obscura, cada vez que llegaba al hogar, gritaba: “¡Serapio, Serapiiito!”, para escuchar como respuesta un maullido que parecía decir: “¡Ya era hora de que volvieras, cabrón! ¿Vienes solo o con alguno de tus amiguitos?”.

El pasado sábado 2 de julio, cuando estaba muy contento de que esta columna cumplía tres años de existencia, Serapio se fue.

Ya no veía bien, aunque dominaba la casa, y padecía problemas renales que capoteábamos con alimentación especial. Eran deterioros lógicos para un ser que, con 19 años, había superado bastante el promedio de vida gatuno. Mi querido Carlos Juárez, cuando yo daba noticias de Serapio en Facebook, me comentaba que parecía “eterno”. Ilusamente, así me lo creí por el vigor que conservaba.

Hace dos semanas, el doctor Pedro me advirtió que se estaba despidiendo. Cual mi “prójimo” —como el admirado escritor Fernando Vallejo considera a todo animal—, Serapio se fue tranquilo y de manera digna, en mis brazos, mientras le susurraba: “Fuimos felices”.

¡Qué fuerte es perder a un compañero de vida que encarna la gratuidad del amor! Pero así es la culera existencia: nos da alegrías y nos espeta penas amorosas que no se superan con dos sorbos de ginebra…

¡Hasta el próximo choque de braguetas, señores míos!

Por favor usen bici, condón y, sobre todo, amen al prójimo sin importar cuántas patitas tenga.

12 de julio, 2016.

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