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El novio del papa

El novio del papa

Por Antonio Bertrán

Rodeado de esculturas de mármol y pavorreales, Julio III jugaba a las cartas en el sombreado jardín de uno de los palacios vaticanos. Su Santidad reía no tanto por las piruetas que un grupo de enanos endemoniados ejecutaba a su alrededor, sino por los tropiezos con los naipes de su rival, Innocenzo, un joven "francamente guapo y bien formado".

Y cómo no iba a ser así, si el muchacho era distraído a cada momento por el mono del papa, que le tenía especial afecto porque no hacía mucho que había estado bajo su cuidado.

Innocenzo tenía apenas 17 años de edad y, para mantenerlo a su lado de una manera justificada, el sumo pontífice lo había ungido cardenal en un consistorio secreto, no público como era la costumbre, el 2 de julio de 1550, solo cuatro meses después del inicio de su reinado –porque los vicarios de Cristo eran verdaderos monarcas.

A pesar de que en aquella época renacentista los papas se distinguían por ser putañeros y con sus deslices y resbalones sexuales solían dar de qué hablar, esta decisión provocó un escándalo inusitado entre la curia vaticana y los ciudadanos romanos.    

En coplillas socarronas y versos sarcásticos, la maledicencia de la Ciudad Eterna se refería al "favorito" –hoy diríamos el camote– de Julio III como “el mono del papa”, justamente por el animal que tuvo bajo su responsabilidad entre las otras especies exóticas que hermoseaban la vida del pontífice.

Por su aspecto labradoresco, "a los pintores y artistas les costaba hacerle un retrato que tuviera una digna apariencia", refiere Miguel Cabañas Agrela sobre la fisonomía nada agraciada de este papa.

La extraña relación de un hombre sexagenario (el eclesiástico había nacido en Roma el 10 de septiembre de 1487), feo por su prominente "nariz aguileña, ojos pequeños y penetrantes, y una luenga barba gris", con un efebo de "arrabaleros orígenes" empezó cuando Giammaria del Monte aún no ocupaba el trono de Pedro y se desempeñaba como legado papal en la ciudad italiana de Parma.

Según testimonios de la época, como el del embajador veneciano Dandolo, el cardenal Del Monte encontró en la calle al "golfillo", que se ganaba la vida pidiendo una moneda por los gracejos que hacía la mona que paseaba con una cadena. Tuvo la suerte el guapísimo ragazzo de que el príncipe de la iglesia lo viera justo cuando la mona lo atacaba, enfurecida por alguna razón.

El futuro Papa, que al parecer era un chacalero de fino colmillo, quedó prendado de la figura apuesta y la valentía del pedigüeño que logró controlar al animal, y tuvo la caritativa ocurrencia de tomarlo como su protegido para pulirlo. Incluso obligó a su hermano a que lo adoptara para tenerlo cerca como su sobrino.

Bien dicen, querido lector, amable lectora: “Piensa mal y acertarás”, así es que no es difícil imaginar que después de rezar el “Angelito de mi guarda”, el purpurado se metía a la cama con la dulce compañía del adolescente, quien a esa edad tendría bien prendido su cirio pascual.

Haciendo referencia al mito griego aquí ilustrado por su contemporáneo Miguel Ángel, los poetas saludaron a Innocenzo como a un "nuevo Ganimedes ascendido al Olimpo en las garras de su santidad". 

Algún historiador del papado, referido por Miguel Cabañas Agrela en Reyes sodomitas (Egales, Madrid, 2012) –deliciosa obra de la que mama datos históricos esta crónica–, ha planteado la hipótesis de que Innocenzo pudiera haber sido no el "pecaminoso objeto del deseo" de Julito III, sino su hijo bastardo, al que favoreció con dignidades eclesiásticas igual que su predecesor inmediato, Paulo III, había hecho con sus sobrinos e hijos ilegítimos.

Unas décadas antes, Alejando VI, el libertino Rodrigo Borgia, había tenido descendencia directa, entre la que destacan Lucrecia, con quien se dice que incluso consumó relaciones incestuosas, y César, a quien puso al frente de sus ejércitos.

Por lo anterior, en esa época tal situación no hubiera sido considerada escandalosa y no habría llevado a quien sería su sucesor en el trono de Pedro, el horrendo defensor de la ortodoxia Giovanni Pietro Caraffa, a decirle personalmente al papa Julio que la "elevación de un joven sin padre y de livianas costumbres" al cardenalato "produciría necesariamente las peores sospechas".

Dichas sospechas serían que el efebo sumaba los goces sodomitas a los disfrutes culinarios, musicales y teatrales a los que era afecto el mundano obispo de Roma.      

La elección de Giammaria resultó de una prolongada pachanga entre los muros de la Capilla Sixtina desde los cuales los personajes recién pintados por Miguel Ángel miraron a los cardenales intrigar en favor de sus candidatos, todos de origen noble y con los habituales intereses de poder y riqueza no precisamente espiritual.

El Espíritu Santo, que supuestamente inspira en estos casos a los señores con faldón púrpura, anduvo de güevón más de dos meses hasta que, el 8 de febrero de 1550, se dignó susurrarles el nada ilustre nombre de Giovanni Maria Ciocchi del Monte, que tenía fama de llevar una conducta sensual pero dejó más o menos contentos a los dos bandos enfrentados, detrás de los cuales estaban el emperador Carlos I de España y Enrique II de Francia.

Julio III resultó ser un vicioso de las cartas que a diario invitaba a los salones del Vaticano a tahúres de los bajos fondos de Roma, con la intención de darle emoción a las partidas.

Además organizaba banquetes que terminaban en horchatas y, si no lo tenía a su lado, esperaba la llegada de su “favorito” Innocenzo "junto a la ventana con la misma impaciencia y ansiedad con la que cualquier hombre espera a su amada cuando le ha prometido una noche de pasión" (Louis Crompton, Homosexuality and Civilization, Cambridge y Londres, Harvard University Press, 2006).

Dado que no soy moralino, a mí me encanta la historia de este papa que, en la época del redescubrimiento del clasicismo griego y romano, gozó de algo tan divino como el llamado amor socrático. Porque lo verdaderamente contra natura es reprimir el don de la sexualidad, tan liberador y diverso en orientaciones.  

Tan dada a fabricar santos, la iglesia debería devolver al nada inocente Innocenzo al nicho donde lo tuvo Julio III y proclamarlo patrono de los deliciosos chichifos o, al menos, de los “ahijados” que ¡ah, cómo siguen abundando entre los carisimos y castísimos eclesiásticos!

Homenaje al modelo fugaz

El hermano Fray Juan F., quien orgullosamente lidera el "ala gay" de su orden religiosa, me ayudó con caritativo gozo a producir la fotografía de la portada de esta historia, originalmente publicada en el diario Metro el 27 de enero de 2015.

Revestido con una rica casulla, posó incensando a su hermoso primo, Arturo Hernández, entonces estudiante de la licenciatura en turismo y quien en la Arena México entrenaba buscando una oportunidad en la lucha libre para "ser alguien" en esta injusta vida.

"De ahí su espectacular y cuidado cuerpo", me recordó recientemente mi querido amigo eclesiástico, a quien el joven gay frecuentaba porque con él se sentía comprendido.

Un poco después de la sesión de foto y concluida su carrera, Arturo se fue a vivir a Cancún, donde trabajaba en el Hotel Fiesta Americana. A finales de mayo de 2017, después de haber faltado dos días a su puesto sin avisar, lo encontraron asesinado en el cuarto que rentaba.

"Fue acuchillado con saña en el pecho", me contó Fray Juan, y el corazón se me estrujó evocando un crimen sin duda motivado por la homofobia.

"La fiscalía determinó 'crimen pasional'. Tú le hiciste realidad el sueño de sentirse modelo con esa sesión fotográfica para tu texto, fue muy feliz posando para tu lente, aunque sus papás y familia no lo supieron porque nunca asumieron sus preferencias".

Por eso el francamente guapo y bien formado Arturo solo pidió que la foto que publicara en mi columna del periódico no mostrara su rostro, y yo propuse cubrirle la cabeza con un velo, como solían asistir las mujeres a la iglesia en los retrógrados tiempos de las abuelas.

"El papá sigue esperando que aparezca alguna muchacha que diga: 'Le traigo a conocer a su nieto, fruto de mi amor con Arturo'. Eso nunca será porque en el velorio y en el funeral estuvo el ansiado novio y prometido devastado, que además de portar una sombrilla trajo orquídeas que eran sus flores favoritas", recordó su pariente.

"Sus hermanas lo trataron excepcionalmente, pues sabían y compartían la tragedia y el dolor; para los demás familiares fue su 'amigo de Cancún', que vino a acompañar a la familia porque trabajaban juntos en eso del turismo".

Veintidós años después de que su pontificio protector se fue a seguir la fiesta al infierno, el granuja Innocenzo del Monte murió en 1577, tras ser acusado de asesinato, violaciones, robo, escarnio y sacrilegio.

A los 24 años, Arturo Hernández, el muchacho "sano, noble y trabajador" –como lo recuerda su primo–, que fue feliz ayudándome a evocar la imagen del novio del papa Julio III, tuvo una muerte que no merecía.

Estas dos fotos que había conservado inéditas desde que las hicimos el 23 de enero de 2015 en la capilla de un colegio católico de la Ciudad de México, lo muestran radiante, por eso con un clamor de justicia las publico ahora como un cariñoso homenaje al modelo fugaz de Nosotros los jotos.  

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

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