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El álbum de la soldadera

El álbum de la soldadera

Por Antonio Bertrán

José es una soldadera: Tiene debilidad por los uniformes verde olivo y lo suyo es procurar a la tropa para gozar con el pase de revista: "¡Atención! ¡Presenten armas, ya!".

También es disciplinado y cuando una voz marcial le ordena: “¡Posición mortero!”, antes del imperativo "¡ya!" se ha colocado en 20 uñas para que lo carguen con un proyectil de largo alcance.

Esa disciplina ha permitido a José ser la funda de muchísimas pistolas, de todos los calibres y regiones del país.

Su historia de amor con el pelotón –o pelotones– empezó en 1984, cuando tenía 17 años e ingresó al Colegio Militar, en Tlalpan, para estudiar medicina. El mismo día de su llegada, el potro –como llaman en el argot castrense al novato– fue pasado por las armas...

En el galerón que era su nuevo dormitorio, nuestro adolescente desempacaba sus pertenencias y de pronto apareció quien era su compañero de la cama de enfrente. Se trataba de “un prietazo de 1.85 metros de estatura”, de torso lampiño y brazos portentosos de maestro armero, que se acababa de bañar y llegaba todavía secándose con la toalla. Hizo un gesto de saludo y se sentó en la cama. Miraba con sus ojos oscuros al nervioso potro, quien se puso más nervioso al advertir que el cañón periscópico de su compañero se levantaba, glorioso, y le apuntaba desafiante.

En un dormitorio de jóvenes reclutas, siempre las hormonas están en ebullición.

“¡Madre de los Aparecidos, llegué al paraíso!”, retumbó en sus centros José.
En la noche, antes del toque de silencio, empezó la plática entre ambos. El hijo de Huitzilopochtli había llegado de Oaxaca, estudiaba el tercer año de la carrera militar y tenía un nombre tan inolvidable como su figura: Floselo.

Tras una escaramuza de coqueteos y contactos de camaradería quedó claro su gusto compartido por el juego de espadas, y Floselo le dijo al novato con voz de mando: “Te espero en el baño, haz como que te vas a lavar los dientes”.

José pensó que se trataba de una trampa, pero al deseo le tomó un minuto desarmar a la prudencia. Con el corazón a tambor batiente entró en el baño para encontrar a su compañero bajo el chorro del agua, con el arma lista para atacar... ¡Arriba los artilleros, que vivan los zapadores!

La luna de miel duró los cuatro meses del curso de adiestramiento básico en infantería del futuro doctor. Floselo fue su amante de base y en un principio exigió exclusividad. Nada de que “Y si Adelita se fuera con otro...”

Pero nuestra soldadera, golosa, le explicó que si iba a un bufete que ofrecía un sin fin de platillos apetitosos sería imposible que se conformara con probara solo uno, por más bueno y llenador que fuera.

La soldadera muestra parte de su gallardo regimiento. Unas fotos las tomaba y otras se las regalaban sus muchachos.

“En un cuartel rebosante de jóvenes las hormonas están en ebullición y todo empieza como en broma”, me instruyó José. “Primero un toallazo mojado en las regaderas aprovechando que no hay divisiones, y después una nalgada o una tocada de huevos; si el arma responde y se le pone dura al sujeto, ya la hiciste”.

El médico cirujano que hoy debe rondar los 55 años era un querido seguidor de Nosotros los jotos. Vía mail me contactó para compartir sus historias de amor soldadesco, que retomo en este mes patrio porque la pandemia nos privó de salir a gozar de la parada militar con la gallardía de las diferentes compañías.

“Cuando digo que me han enfundado unos mil 500 soldados siempre me tachan de mentiroso, pero puedo probarlo”, me advirtió José y ¡riájatelas!, a las pruebas se remitió dejando caer sobre la mesa de su consultorio un grueso álbum, que me deslizó y abrí con morbosa curiosidad.

Contenía 200 fotografías de jóvenes con corte militar y sobre los morenos pectorales la placa de identificación conocida como perrera. Por lo general sonreían, desnudos con su bayoneta en ristre. "¡Por el Santo Prepucio de Cristo!", solté fascinado. Y en total eran siete álbumes los que daban cuenta del pelotón particular de José.

De diversos calibres, son siete los álbumes donde José guarda los recuerdos de sus batallas cuerpo a cuerpo.

“¿Qué te parece, Toño? Te advierto que todos eran mayores de edad y me dieron su consentimiento para retratarlos, algunos escondiendo el rostro y otros mostrándolo sin problema”, dijo el médico, quien debido a ciertos conflictos con sus superiores prefirió dejar la instrucción militar y seguir sus estudios profesionales en una universidad.

Antes de la llegada de la foto digital, el revelado e impresión de un material que en México estaba prohibido por considerarse "pornográfico" lo conseguía José en el negocio de una señora española, quien sin duda gozaba también con el destacamento porque, cuando llegaba con sus rollos, le decía entusiasmada: "¿Ahora qué guapazos me traes?".

Pero dónde y cómo reclutó José a estos caballeros águila de la heroica legión azteca.

Soldados del amor

Ahí estaba, mirándome con sus ojos de trinchera profunda. En su cara cobriza se había dibujado una sonrisa y levantaba la cerveza en ademán de brindar con lo poco que le quedaba en la botella.

—¡Ay, san Ignacio de las milicias de Cristo, aquél mayor me está coqueteando!— le dije a mi amigo José.

—Bueno, amooor, se ha dado cuenta de que te gusta y más bien te está enseñando que ya se le acabó la cerveza. Anda, mándale una con la mesera. Ah, y aquí hay tropa, qué va a ser mayor ese güey.

—¡Con esa carita y porte, ahora mismo lo haría el general de mi Estado Mayor!

Era sábado por la noche. Después de nuestra primera entrevista, el buen José se había ofrecido para llevarme a “reclutar soldados del amor” —así los llamó— en los antros cercanos al Campo Militar No. 1, en el Estado de México.

Espoleado por su historia y esa colección fotográfica de soldados tan bien armados que lo han herido de gozo, de inmediato acepté. Y ahí estábamos en su teatro de operaciones justo un septiembre, mes que lo incitaba a subirse a todas las astas posibles para gritar: "¡Viva México, cabrones!".

Sin duda hay antros donde encontrar una buena fusca que enfundar en las cercanías de las instalaciones castrenses de todo el país; bastará con darse una vuelta por esos rumbos y dejar que nos guíe ese olfato para la putería tan infalible en Nosotros los jotos.

Con tal estratega del ligue miliciano llegué al Hollywood después de visitar el galerón de Las Adelitas, que no me gustó mucho quizá porque era temprano, había mucha penumbra y poco personal en las mesas.

El Hollywood tomaba su nombre del cercano cine homónimo, frente al Toreo de Cuatro Caminos (donde hoy está una plaza comercial), lucía más iluminado y concurrido por una clientela entre la que abundaban las estrellitas del firmamento marcial en busca de un, digamos, productor generoso.

Desde que nos sentamos me prendé del caballero águila de ojos oscurísimos, los que brillaron cuando agradeció mi galanteo de la cerveza haciendo un ademán de brindis con una sonrisa franca. Llevaba una playera amarilla ceñida, que le marcaba unos pectorales y bíceps forjados a fuerza de disciplina.

—¿Qué hago, José, voy a su mesa? –pregunté cual novato a mi capitán.

—No, preciosa, espera. Esto es cuestión de táctica, y no se te olvide que tú eres la generala.

Junto a nosotros, dos comadres de cabecitas blancas se relamían los bigotes porque unos sarditos sabrosones habían aceptado su invitación para acompañarlos en la mesa. Pero mi rey Axayácatl era de otra categoría, así que en espera de que disparara primero me levanté al baño fantaseando con la posibilidad de que me siguiera y yo cayera rendido cuando en el mingitorio presentara armas.

Pasé frente a un grupo de donceles, jovencísimos hijos de Marte, a los que Baco tenía ya muy alegres. Uno de ellos me dijo con etílico descaro: “¿Qué onda, güero, cuál te gusta? Te lo vendo por una chela. O mándanos una caja y nos llevas a todos”. No supe qué hacer más que reírme y seguir mi camino para desaguar.

Cuando José me leyó la cartilla de la perfecta soldadera, puso énfasis en que no llevara la tiara de la abuela y dejara en casa toda mamonería, lo cual nunca me ha costado trabajo.

Estratégicamente concurríamos en fin de quincena porque es cuando la necesidad apremia entre la tropa y ante la invitación para ir a seguir la fiesta en un lugar más íntimo, el recluta suele aceptar diciendo: “Okei, padrino, pero ¿de cuánto es tu billete?”. Y según José, quien en estos lances nunca tuvo un incidente desagradable, basta hablar con la neta, sin blofear: "De a $200 –o $400– y la cena, ¿cómo ves?".

Cuando regresé a la mesa, José estaba bien acompañado por un cabito que conocía de lides pasadas y, muy habilidoso, iniciaba maniobras tácticas sobándole cada vez más arriba la robusta pierna.

Al voltear para checar a mi mayor, vi que se incorporaba con energía. Llevaba unos pants grises de tela delgada en la que ya se marcaba sabrosamente la bayoneta. Una sonrisa iluminó su rostro al tiempo que extendía los brazos para recibir a quien se la provocaba.

–¡Firmes, mi amor! –ordenó una mujer voluptuosa y alta, más alta incluso por sus tacones dorados. Soltó la excitativa con una voz que rugió como el cañón dejándome totalmente fuera de combate.  

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos! Por favor usen bici, si tienen pelotón móchense con Yolanda y, sobre todo, usen cubrebocas y condón.

24 de septiembre de 2013 y 23 de septiembre de 2014, corregidas y engrosadas.

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