Manuel Chima tiene tres tatuajes en el cuerpo. También tiene tres cicatrices, una de las cuales le atraviesa el abdomen y, aún, el alma…
En el antebrazo izquierdo se grabó un barquito en un lago, que hace referencia al paisaje de Catemaco, Veracruz, donde nació el 2 de junio de 1988. Bajo la nave están las coordenadas de la casa de sus padres, que es de amplias ventanas y techos muy altos, y permanece sin acabados. La propiedad está rodeada de árboles como dos aguacates y un mango, en cuyas hojas, cuando llueve, se oye el rumor del agua y, cuando escampa, el goteo que cae hasta la tierra.
“Siento que en algún momento tardaré en regresar a mi casa, y las coordenadas me permitirán ubicarme y saber de dónde vengo”, me confió el muchacho apagando por un momento la risa que fue frecuente en la entrevista para disimular su timidez ante mis impertinentes preguntas.
El sábado, mi buen Chima llegó puntual al que le dije era su pobre palacete. Llevaba una muy costeña camiseta blanca sin mangas, que contrastaba con su piel, del mismo color que el papel amate. Sobre ese lienzo oscuro, justo en el hombro derecho lleva impreso un motivo geométrico a base de esferas, relacionado con la alquimia.
“Es el símbolo de la transmutación humana”, me ilustró.
Antes me había contado que su padre era maestro de matemáticas, física y química en la escuela de monjas donde estudió, y que de chico le encantaba oír sus historias de los alquimistas que, en la Edad Media, buscaban transmutar en oro los metales no preciosos.
Para mantener a sus seis hijos, don Martín también administraba una blockera (una fábrica de block), propiedad de su hermano. Cuando tenía cinco años, Manuel iba ahí para avisarle a su padre que ya estaba lista la comida, y no podía evitar inquietarse mirando a los trabajadores sin camisa y sudorosos por el esfuerzo físico desarrollado en el fértil calor de Catemaco.
“Mi familia era muy católica y yo ya sabía que a los niños tenían que gustarles las niñas, así que pensaba que eso que sentía no debía ser”, me reveló El Chima. “Luego en la primaria estaba enamorado de uno de mis compañeros, Mario, que era alto, fornido y tuvimos un cachondeo inocente una tarde que no queríamos hacer la tarea”.
Sus tocayas las manuelas, que confesaba cada viernes al capellán de la escuela, fueron un desahogo “descontrolado” durante la adolescencia. Hasta que a los 20 años emigró a la Ciudad de México a estudiar Ingeniería en Electrónica, aunque al final se graduó de Comunicación.
La primera tarde de 2008 que El Chima paseó por la Zona Rosa quedó “fascinado y desconcertado” por las parejitas del mismo sexo que caminaban de la mano y se daban besos en público.
Andrés fue el primer chico que se lo ligó (por su timidez, siempre espera a que lo aborden). Bajito, moreno y mamado, le regaló también su primer faje, ¡en un sombrío callejón!
Los ojos oscuros de nuestro galán de hoy se quedaron fijos, como si pasara frente a él lo que vivió, cuando le pregunté con quién había sido su primera vez. Luego sonrió y me dijo:
“Se llamaba Luis Ricardo, nos conocimos un miércoles en el último vagón del metro, nos citamos a los dos días en un bar y terminamos en el Hotel Pánuco, de Balderas. Las sábanas eran blancas y frías… ahí perdí la decencia, jaja”.
El Chima ha tenido sólo dos parejas formales, que ha soltado aunque, como buen catemaqueño, cree en los amarres. Me encanta que en el tema de los hombres no es discriminador y le gustan delgados, robustos, chaparritos, altos, varoniles, femeninos, morenos, blancos, anaranjados...
—¿Qué te conquista de una persona?
—El contacto físico, el olor, esa conexión que se siente al estar cerca, sin necesidad de que te toquen.
Su salida del clóset, también a los 20 años y primero con su mamá, fue “muy lacrimógena” para él. Después de lograr decirle “Soy homosexual”, doña Lucila guardó un silencio reflexivo y finalmente le respondió: “No pasa nada, eres mi hijo y te quiero; aunque no entiendo voy a tratar de informarme y estar contigo”.
Su papá, que hace años emigró buscando un mejor trabajo a Estados Unidos, pasó por lo trillado de proponerle que fuera al psicólogo “para curarse”, hasta que agarró la onda.
El tercer tatuaje apareció ante mis ojos cuando El Chima se quitó la ropa para hacer la foto. Es un chimalli, un escudo mexica que adorna su pantorrilla derecha y está en el origen de su apellido. Puede significar que el muchacho está protegido, pero yo creo que también alude a que es protector por su trabajo en la asociación Inspira, orientada a la detección oportuna del VIH.
Así desnudo para mi lente, también quedaron expuestas las tres cicatrices de mi amigo: una pequeñita porque nació con una hernia y le practicaron una operación de alto riesgo. “Seguro que la libraste”, le comenté, “para estar aquí y engalanar a Nosotros los jotos” .
Al preguntarle sobre la otra señal en el costado izquierdo y la larga cremallera que le cruza el abdomen (que a mí me parece súper sexy), mi modelo levantó su blanquísimo chimalli de risas que yo creía haberle tirado, y se puso a resguardo: “Todavía no puedo hablar de ellas, pero si olvidara lo que me enseñaron aquí están para recordármelo”.
Querido lector de Toluquita la bella: Te invito a la presentación de mis Damas y adamados este sábado 2 de septiembre a las 13 horas en el Foro A de la Feria del Libro del Edomex, que está en el mero Zócalo de la ciudad.
¡Hasta el próximo choque de braguetas, señoras y señores míos!
Por favor usen bici, bajen sus escudos para engalanar esta columna y, sobre todo, usen condón.
29 de agosto, 2017.
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