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La cortesana varón

La cortesana varón

Por Antonio Bertrán

Con una aguja y dedal en la mano, entre finísimas telas empezó su carrera quien sería adorada en el París de la Belle Époque con el nombre de Sylphide, y luego denostada por la sociedad debido a un escándalo de dimensiones más allá de las tolerable incluso en el licencioso mundo de las cortesanas, públicas amantes de reyes, príncipes y hasta nobles mujeres.

Su madre era una de las muchas costureras del taller de Charles Worth, el primer modisto de la historia en firmar sus creaciones del alta costura, que hacia 1870 empezaron a ser cada vez más solicitadas por las damas, aristocráticas y ricas, de toda Europa. Entre ellas, la mismísima emperatriz Eugenia de Montijo, esposa de Napoleón III.

Como lo más necesario en el local del número 7 de la Rue de la Paix eran manos para cumplir con los sofisticados encargos, con solo 15 años la criatura fue recibida sin mucho trámite por los siempre atareados oficiales. Había aprendido el arte de la puntada viendo a su madre trabajar, encorvada, hasta la madrugada en el cuartucho que compartían, con apenas una vela para iluminarse.

Jugando empezó a recoger los retazos de tela para confeccionar simpáticas prendas que le ponía a un gatito cachorro; entretenimiento que tenía que hacer a escondidas para evitar los regaños y coscorrones maternos.

"Jerome, entiende que eso no es un juego propio de un niño", cuenta la Sylphide en sus memorias que era la reprimenda materna, seguida de un manazo.

Por supuesto que eso hacía brotar lágrimas en los ojos azules del delicado muchachito, que años después uno de sus admiradores, un príncipe siciliano, describiría como "descaradamente coquetos".

El padre de Jerome apenas estuvo presente para heredarle su nombre, y luego abandonó a su amante para seguir en sus giras a una artista de circo, tan joven como ella pero de mejor figura.

Como muchas mujeres de clase baja de esa época, la madre buscó ganarse el sustento como costurera, pero los salarios de este oficio eran paupérrimos, incluso en talleres tan pujantes como el de Charles Worth.

Así que Margarette, que ese era el nombre de la mujer abandonada, terminó por aceptar una idea que al principio le pareció descabellada cuando su hijo adolescente se la planteó como una forma de tener otra entrada de dinero, aunque fuera aún menos modesta que la suya. Así lo recordó años después:

"Una noche de invierno, sin fuego en el hogar por no tener ni un centavo para comprar leña, y nada en el estómago para irnos a dormir, mi madre finalmente convino en llevarme a trabajar al taller de Monsieur Worth, discretamente disfrazado de muchachita. La posibilidad de cumplir mi fantasía secreta me hizo olvidar el frío y el hambre".  

La figura espigada y el andar veloz, como si volara entre las sedas y encajes que llenaban el enorme taller de costura, le valieron muy pronto a la "jovencita" que fue presentada como Violette, el apelativo de Sylphide, en alusión a La sílfide, un ballet romántico que había sido estrenado en la Ópera de París en 1832, cuyo papel principal ejecutó, por primera vez en puntas, Marie Taglioni.  

Llegó un momento que incluso Margarette entró al juego travesti de su único hijo y se entusiasmó ayudándole a confeccionar un elegante vestido con algunos sobrantes de finas telas que le regaló uno de los jefes, para asistir juntas al próximo baile público, cuya concurrencia pertenecía a diversas clases sociales, y donde las mujeres pobres de finales del siglo XIX acudían no solo a olvidar un rato su dura vida, sino con la esperanza de llamar la atención de un hombre de recursos, que literalmente las "salvara" convirtiéndolas en amantes.

Gracias a su juventud y la luz que irradiaba por esa felicidad de mostrarse en público como una mademoiselle, Sylphide fue quien triunfó. En sus memorias, publicadas muchos años después de su muerte, refirió que el coronel que después de la primera pieza de baile no se separó de ella, afortunadamente resultó pertenecer por sus gustos a los entonces llamados "pervertidos o pederastas".

Es una lástima que Sylphide se llevara a la tumba el nombre de personaje tan capital en su vida, porque la introdujo a un círculo secreto de aristócratas, banqueros, industriales, comerciantes especializados en arte, periodistas y escritores, músicos y pintores sodomitas.

Fueron ellos los mecenas que la rescataron, junto con su madre, de la miseria, y también la educaron en la forma de hablar y los modales a la mesa propios de una dama, y le brindaron los conocimientos de ópera, teatro, literatura e historia necesarios para convertirse en una verdadera cortesana.

Tal llegó a ser su encumbramiento, que en su colección de joyas –emblema del éxito de estas adorables y descaradas mujeres– llegó a encontrarse una tiara deslumbrante por la rareza del enorme diamante que la remataba, de color rosado.

"Con algunos afeites y trucos, como voluptuosos postizos de senos y caderas confeccionados por mí misma logré convertirme en una hermosa mujer, como cualquier otra de las más refinadas de París, así que mis amantes podían pasear conmigo del brazo sin levantar la más mínima sospecha sobre sus gustos desviados. Era, si se quiere, una pantalla pública para sus más secretos vicios, pero una pantalla recamada de diamantes"...  

La fuente de esta historia, querido lector, amable lectora, es mi cabecita loca. Pero no es del todo descabellada porque la fui construyendo con las circunstancias comunes a las también llamadas "grandes horizontales", que cuenta Susan Griffin en Las cortesanas, un catálogo de sus virtudes (Ediciones B, Barcelona, 2003).

Avanzaba en la lectura arrobado por las vicisitudes y triunfos  de estas refinadísimas señoras, que para salir adelante se apoyaron en cualidades como el sentido de la oportunidad, la belleza, el descaro, la brillantez, la alegría, la gracia y el encanto, mientras cavilaba cómo aprovecharlas para Nosotros los jotos.

Así iba imaginando la vida de la Sylphide, una cortesana varón o –para usar un término muy actual– de género fluido que no vacilaría en cambiar de apariencia y acostarse con ricas señoras, cuando al llegar a la página 120 la realidad histórica superó a mi pobre ficción.

Ninon de Lenclos, nacida el 10 de noviembre de 1620 en la Francia de los Luises (afectos a las amantes desde el Rey Sol), no solo fue "una de las más grandes cortesanas de cualquier periodo", según Griffin, sino que como muchas de sus colegas tuvo que desarrollar tanto "cualidades de las llamadas masculinas como femeninas".

La aguda inteligencia que le ayudó a cultivar un ingenio celebrado por todo París, le hizo ver desde edad temprana que "los hombres disfrutan de miles de privilegios que las mujeres no tienen".

Así que, a los 11 años, le escribió a su padre: "Te informo que he decidido dejar de ser una niña y convertirme en un niño".

Y a continuación le pidió tener acceso a la educación que necesitaba para vivir conforme al género que había decidido adoptar.

La autora del libro cuenta que a su padre, que pertenecía a la empobrecida nobleza inferior de Francia, debió parecerle muy divertida la nota de su resuelta hija, y le ayudó a travestirse mandándole confeccionar con su sastre un jubón y pantalones de terciopelo azul pálido, y una chaqueta corta de terciopelo color burdeos.

Le consiguió también botas de equitación y un sombrero de copa con una pluma roja, con lo que el atuendo masculino quedó afinado para que la niña aprendiera a montar a caballo y esgrima.

"No solo era brillante, sino que había recibido una educación inusual para una mujer de la época", leí en Las cortesanas... "Su padre le había impartido clases de filosofía, matemáticas, italiano y castellano. De niña le gustaban los libros y leyó gran cantidad de autores, incluido Descartes".

Fiel a su convicción de adoptar los rasgos de una identidad de género que le parecía más ventajosa, pero sin dejar su profesión de seductora, cada mañana Ninon rezaba, según testimonio de varios hombres que la trataron, como Voltaire:

"Dios, por favor, hazme un hombre honesto, pero no una mujer honesta".

Tal determinación e inteligencia le permitieron a la Lenclos vivir ubicada "justo en la frontera entre ambos sexos". Hoy diríamos fluir de un género a otro o tomar lo que le convenía de cada uno.

"Me considero demasiado caballero como para molestarme", respondió a su amigo Boisrobert cuando protestó al considerar que la charla de un un grupo de hombres que visitaban a Ninon no era apropiada ante una dama como ella.

Más allá de la belleza, el coqueteo y la capacidad de agradar y divertir como debía ser en el Gay Paree (París Alegre, término en el siglo XIX asociado al júbilo que propiciaban no Nosotros los jotos sino las cortesanas), otras virtudes, entonces consideradas masculinas, que debían cultivar estas mujeres para triunfar eran la valentía, el arrojo y una fuerza de voluntad inquebrantable.  

Como cortesanas también podían disponer de la fortuna que lograban reunir gracias a sus amantes, e incrementarla con otra cualidad que cultivaban e igualmente estaba reservada a los varones: la visión de negocios.

En esa época, esta facultad les era negada a las otras mujeres afortunadas por su elevada posición social, generalmente de la nobleza, cuyos bienes eran administrados por el padre, un hermano o el marido, a quienes debían pedir autorización incluso si querían comprar ropa o comida.  

Un rasgo que me fascinó de la libérrima personalidad de Ninon es el ingenio, algo que guardadas todas las proporciones a mí me gusta emplear en mis relaciones para agradar y divertirme, porque "el ingenioso puede decir exactamente lo que está prohibido y salirse con la suya".

Se trata de "un arte andrógino", sigue explicando Griffin, una "forma de humor que, para ser practicada de manera segura, debe situarse cerca, pero no más allá, del límite de la afrenta".

Con razón yo muchas veces he salido descalabrado por pasarme de gracioso con las amixes. Lo que también le pasó a nuestra heroína: por ridiculizar el matrimonio y sugerir que las mujeres debían tener los mismos derechos que los hombres, fue recluía en un par de conventos, de donde logró salir tras ser visitada por la reina Cristina de Suecia, quien le escribió al cardenal Mazarino, primer ministro de Francia, que con la ausencia de Ninon le faltaba a la corte "su mejor ornamento".  

Mira nada más qué fina perla de sarcasmo le soltó la Lenclos a uno de sus amantes, de nombre Tambonneau, cuando le pidió que tocara para su esposa el laúd –instrumento en el que era toda una artista–, pero oculta tras un tapiz para no perturbar a la decente dama con su presencia de cortesana:

"¿Qué te parece que protegería mejor a tu esposa, un tapiz flamenco o un gobelino?".

Y en otro momento sentenció, sin duda arrancando carcajadas en unos, y risillas incómodas en muchos otros de los miembros de la corte: "No debemos hablar mal de nuestros enemigos. Son los únicos que no nos defraudan".

Ya mayor, cuenta la leyenda que Ninon de Lenclos tuvo el encanto suficiente para charlando conquistar a un joven que se preguntaba: "¿Qué atractivo le encuentran a una mujer de su edad?". Y se lo echó al plato el mismísimo día de su cumpleaños número 70. Una década después, un abad se enamoró de ella.

Griffin refiere que justo antes de expirar –con 85 años el 17 de octubre de 1705–, la célebre cortesana pidió una pluma y escribió con la lucidez y honestidad que la caracterizaron: "Que no quede ninguna vana esperanza que haga que mi coraje tambalee. Estoy en edad de morir. ¿Qué me queda por hacer aquí?".

Para no dejar cabos sueltos te cuento que el  final de la Sylphide lo imaginé también tras una larga vida, plena en amores de hombres –y algunas mujeres– encumbrados y generosos, sobre todo por guardarles el secreto de sus verdaderas inclinaciones...

Pero como el diablo termina por destapar las ollas, en la morgue el embalsamador armó un escándalo que trascendió a la prensa cuando descubrió en el exquisito cadáver un apéndice viril, que además no era de proporciones pequeñas.

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

Fotografía encontrada, que al reverso refiere que se trata del carnaval de 1918, y la disfrazada con un uniforme masculino, pero sin soltar el bolso de mujer, se llamaba Catalina Ramírez. Colección ABR.

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