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Marineros de Su Majestad

Marineros de Su Majestad

Por Antonio Bertrán

A Jack el marinero le olían los pies. Descalzo en plena faena sobre la cubierta del barco, el problema se disipaba: la brisa marina lo barría con el mismo vigor que el muchacho aplicaba a lavar con manguera las superficies asignadas junto a sus camaradas bluejackets, igualmente risueños y descalzos.

En el dormitorio, donde llegar retrasado demandaba complicadas maniobras para acomodarse en la apretujada fila de hamacas, a Jack tampoco le preocupaba ser señalado por apestoso. Ahí su aroma corporal se disimulaba mezclándose con  las esencias que despedían centenares de axilas peludas, bocas resoplando ronquidos y otros pies tan proletarios como los suyos, por no hablar de las flatulencias y poluciones nocturnas disparadas por las glándulas adolescentes.

Sin duda ser un ágil boxeador de los pesos ligeros, famoso a sus escasos 20 años en la Royal Navy de Su Majestad la Reina Victoria, le había ganado a nuestro marinero no solo un cuerpo musculosamente perfecto, sino el respeto suficiente para que los compañeros toleraran ese olor asociado a los famosos quesos de los históricos enemigos franceses.

O quizá simplemente evitaban hacerle bromas por temor a recibir un derechazo y terminar, precisamente, al nivel de los olorosos miembros inferiores del atleta. Pero él era muy consciente de su hedor.

En los días francos, Jack llevaba los pies a buen resguardo en unas botas bruñidas, tan impecables como el ceñido uniforme azul marino –de ahí el sobrenombre bluejackets– que le marcaba la figura de tritón pugilista  y era un imán para los señoritos "del ambiente" y "reinonas" o "locas viejas" asiduas a los pubs de los puertos donde estaba anclado su barco.

Si accedía a irse con uno de esos parroquianos que galantemente le había invitado a unas pintas de cerveza, y cuya plática salpicada con discretas insinuaciones le resultaba simpática y prometía algunas pounds, Jack se quitaría en su apartamento el uniforme poco a poco siguiendo el juego regularmente iniciado por su anfitrión interesándose en los ejercicios de preparación de los boxeadores, para pasar a la constatación de los resultados palpando la dureza de los bíceps con ellos entrenados, y subía de tono solicitando mirar el abdomen de acero donde eran parados los violentos puñetazos del contrincante en el ring.

Con otros tragos de cerveza, después podrían caer los pantalones para presumir los colosales muslos y finalmente la trusa bajo la cual ya se había elevado el mástil pidiendo ser liberado, pero lo que el joven evitaba a toda costa era descalzarse.

Prefería incluso consentir algún leve beso en los labios antes que quitarse las botas, porque cuando en las primeras ocasiones la timidez novata no supo pretextar algo decoroso para dejárselas, las reacciones de sus parejas de ocasión habían ido desde la mueca disimulada y la prisa por terminar con la tortura en que se había trastocado el anhelado gozo, hasta el inmediato y grosero despido ¡sin la recompensa prometida!

En su elemento, ilustración de T. S. Crowther sobre el trabajo de los bluejackets en cubierta. The Navy and Army Illustrated, diciembre 9, 1899, colección ABR. 

En la Inglaterra de finales del siglo XIX y principios del XX era fácil ligarse a "chavales de la clase trabajadora", ilustran las memorias de Joseph Randolph Ackerley, Mi padre y yo (1968), que fue uno de los primeros libros de tema homosexual que descubrí, lleno de incredulidad morbosa, cuando ya tenía bastantes peleas en el coliseo (unos 25 años).

El guapísimo escritor británico nacido en Londres en 1896, cuyo padre había sido en su juventud un apuesto guardia montado que gozó de la sospechosa amistad de un conde afeminado, afirma que este "Cuerpo de Guardias de su Majestad tenía un largo historial de prostitución homosexual".

Con  honestidad descarnada y algunos toques de gracia, Ackerley escribió sus recuerdos cuando estaba en la sexta década de vida y, por ejemplo, nos dejó una deliciosa escena costumbrista de la "cacería" de marciales galanes en el Londres de la década de 1930:

"Estaba lejos de ser la única persona que se dedicaba a aquellas actividades [el ligue de quienes en México llamaríamos "chacales"]; de hecho, la competencia era considerable y con el tiempo llegué a conocer muy bien de vista a algunos de mis rivales. De pie en la barra de los distintos pubs, mientras esperábamos que aparecieran los soldados y los marineros ante nuestras simbólicas jarritas de media pinta, solíamos echarnos miradas furtivas, tal vez tomando nota de que, con tantas águilas que había ahí, si llegaba algún Ganimedes tendríamos que actuar con rapidez.

"Muchos fines de semana iba también a inspeccionar los puertos de mar (los marineros eran igual de joviales y andaban igualmente escasos de dinero)".

Ackerley cita en sus memorias un libro erótico publicado privadamente en 1881, la época de juventud de su padre como soldado real, testimonio de que el ligue del que disfrutó tenía una añeja tradición, como todo en Inglaterra.

En Los pecados de las ciudades de la llanura o las memorias de Mary-Ann, con breves ensayos sobre sodomía y tribadismo, hay un ensayo firmado por Frank Griffin, "Me alisté en el ejército", que ilustra:

"El señor Fred Jones había sido soldado de la guardia de infantería y se había estrenado con el señor Inslip. En el ejército es la cosa más corriente del mundo. Al mismo tiempo que aprendí a marcar el paso (o antes) aprendí a hacer la carrera...

"Se pueden imaginar que no resulta tan agradable pasar media hora con una criadita después de haber sido acariciado toda la noche por un aristócrata. Esa es la experiencia de todos los soldados de mi regimiento, y sé que lo mismo pasa en el Primero, en los Blues y en todos los regimientos de la guardia de infantería[...] Por lo que veo, a todos los grandes señores les gusta andar detrás de los soldados, y tengo cartas de algunos de los de más categoría del país...".

Entertainments Afloat

El apestoso Jack de mi narración inicial está inspirado en un par de chicos en los que el también dramaturgo Ackerley creyó encontrar al "amigo ideal", un compañero de vida que buscó frenéticamente en los primeros años de su vida gay, tras regresar en 1919 de servir a la Gran Bretaña como soldado durante la Primera Guerra Mundial, graduarse de letras en la Universidad de Cambridge y dejar la casa familiar al ser empleado por la BBC para editar la revista cultural The Listener (en ello trabajó casi durante tres décadas).

La ambientación del barco de mi Neptuno pugilista la construí gracias a la lectura de varios artículos en The Navy and Army Illustrated, una publicación inglesa con gran despliegue fotográfico, de la que tuve la suerte de hallar una colección de números correspondientes a 1899, empastados en un volumen. Lo ofrecía un sábado del pasado septiembre uno de mis marchantes de fotografía, y tras una rápida hojeada no dudé en negociar el precio –estamos en vacas flacas por la pandemia de Covid-19– para hacerme de este tesoro como extraído del –nunca mejor dicho–lecho marino.

Luego averigüé en Wikipedia que la revista apareció en 1895, publicada por Sir George Newnes, uno de los primeros magnates de los medios periodísticos (hoy en horrenda crisis). Catorcenal en un principio, después fue semanal sin duda gracias al éxito que tuvo entre una audiencia que, afirmaba la propia publicación, estaba integrada por "todos los que estén interesados ​​en el bienestar del Imperio Británico y aquellos que tuvieran amigos o parientes al servicio de la Reina".

Exacerbar el patriotismo de los jóvenes varones, potenciales reclutas, era el principal objetivo de esta "revista descriptiva e ilustrativa de la vida cotidiana en las fuerzas de defensa del Imperio Británico", editada en su primera época (1895- 1903) por el comandante Charles Napier Robinson, un exoficial de la Marina Real después metido a periodista y narrador, según Wikipedia.

Hojeando una tarde los bien conservados números de mi náutico tesoro fui descubriendo perlas, para mis retorcidos ojos de altos visos homoeróticos: retratos de gallardos soldados, generalmente oficiales posando en grupo y traje de gala, o bluejackets (el equivalente a soldados rasos) ocupados sobre cubierta en las labores del make and mend day –que era los jueves–, instituido desde la década de 1820 por el duque de Clarence y Lord Gran Almirante que luego se convirtió en el rey Guillermo IV.

Marineros en un jueves típico de make and mend day. The Navy and Army Illustrated, octubre 14 de 1899, colección ABR.

¡Qué ráfaga de emoción sentí al dar vuelta a la hoja y hallar, en el ejemplar del 14 de octubre de 1899, la ilustración que embellece la portada de esta entrega!

"¿Estoy viendo bien?", me pregunté salpicado por las olas del deseo que levantaba la contemplación de la festiva escena. "¿Dos parejas de marineros deleitando, sin provocar burlas, a los camaradas con sus pasos de baile sobre la cubierta de un barco como si se tratara de la pista de un antro gay?".

En la Inglaterra victoriana la homosexualidad estaba penada con duros castigos que podían llegar a la cadena perpetua (recuérdense los juicios a Óscar Wilde, quien fue condenado solo a dos años de trabajos forzados porque finalmente el cargo no fue sodomía sino indecencia). Y justo en el número del 16 de diciembre de 1899 la portada de The Navy and Army Illustrated se engalanaba con una fotografía de la comandante suprema, la reina Victoria en vestido negro y severísimo gesto.  

El dibujo del baile firmado por T. S. Crowther carece de la lubricidad de los marineros franceses salidos de la mano de Jean Cocteau, pero me remitió a ellos y al protagonista de Querelle de Brest, la novela de su compatriota Jean Genet, llevada al cine por Rainer Werner Fassbinder con Brad Davis como el cachondísimo Georges Querelle.

La ilustración de marras acompañaba el artículo Entertainments Afloat (Diversiones a flote o flotando), firmado por el comandante E. P. Statham, quien describe el "atractivo excepcional" de los bailes en la cubierta de un barco y los arduos trabajos para organizarlos. Estos espectáculos ocurrían cuando las naves estaban ancladas en un puerto y se recibirían diversos invitados externos, en ocasiones muy numerosos, y entre los que no faltaban los polizones o colados.

El párrafo final del artículo se refiere a la escena dibujada y a ver si percibes, querido lector, amable lectora, el mismo tono de comprensiva justificación que yo, en esta traducción que mi querido intérprete de lujo, Jacob Ortega, me ayudó a pulir:

"Cuando no se pueden tener los encantos de la compañía femenina, y de hecho esta es la condición normal de la vida en altamar, tanto los oficiales como los bluejackets que durante algún tiempo mantienen las manos –o los pies– lejos de ellas, matan las ansias permitiéndose un bull-dance [baile solo entre hombre, en argot de la época]. A Jack, al igual que a sus oficiales, le gusta bailar con su propio estilo, y a menudo se le puede ver, como en nuestra ilustración, tomando la generosa cintura de un camarada en un pas de quatre, al son de un acordeón y un banjo".

Esto fue el detonante para ponerme a investigar sobre los fearies o jotos en la flota y la armada al servicio de Su Majestad.

Amaba un soldado como a su vida

Un día de junio de 1745, el soldado John Mullins estaba en el Mercado Fleet de Londres cuando vio que se aproximaba una patrulla de reclutamiento, circunstancia que dio pie a un hombre, que tenía cerca, a hacerle conversación:

–Hermano soldado, no tomarán a ningún irlandés –le soltó al joven señalando a la cuadrilla.

–Sí, creo que tomarán cualquier cosa –replicó Mullins.

–Yo amo a un soldado como a mi propia vida...

El ardiente enamorado se llamaba John Twyford y se presentó como un oficial de la marina, luego le preguntó a su tocayo Mullins dónde podría conseguir una buena jarra de cerveza, para invitarlo a compartirla con él.

Los camaradas peinaron el Mercado Fleet y en ningún momento, como bien estás pensando querido lector, amable lectora, el generoso oficial dejó a su "hermano soldado" pagar las bebidas, y más tarde desplegó otra estratégica maniobra: le dijo que tenía que ver a una persona en la Posada Talbot, ubicada en la famosa calle The Strand, y aprovechando el etílico manazgo le pidió que lo acompañara.  

"Después de mucha insistencia accedí a ir", declaró Mullins en un juicio contra Twyford, en julio del mismo 1745, recogido por Rictor Norton en su fantástica página web: Homosexuality in Eighteenth-Century England: A Sourcebook (http://rictornorton.co.uk/eighteen/1745twyf.htm).

"Él me pidió que me quedara a dormir; yo le dije que tenía que regresar a casa, pero él me presionó para que me quedara, y alquiló una cama por un chelín; me convenció de que me fuera a la cama; yo estaba muy incómodo [¡ay, inocente palomita!], había bebido mucho y cada vez tenía más sueño, así que me fui a la cama y cuando él creyó que dormía se puso de mañoso conmigo; estoy casi avergonzado de decir que él puso su... en mi trasero [fundament], empujando tan fuerte que me despertó [¡le hubieras hecho al zombie gay!].

¡Qué buena espada! El sargento de instrucción Radcliffe en un artículo sobre el entrenamiento de esgrima, octubre 21 de 1899. Colección ABR.

"Le pregunté qué estaba haciendo y le dije que no era un caballero; luego comenzamos a pelear y yo, siendo más fuerte que él, lo sometí dándole una paliza, y nos llevaron a los dos detenidos a la estación de policía. Por la mañana [Twyford] dijo: Hermano soldado, no tengo conmigo mucho dinero, pero te podría dar media corona y será mejor que digas que estaba muy alcoholizado".

Para nuestra tranquilidad de comadres solidarias a la distancia de casi tres siglos, Rictor Norton anota que para condenar a una persona por sodomía, que en esa época implicaba la pena capital, la ley del Parlamento exigía que se probara tanto la penetración como la eyaculación, por lo que el jurado absolvió al prisionero Twyford dándole libertad bajo fianza para su comparecencia en un "juicio por agresión con intención de cometer sodomía", lo cual era un delito menor.

"Pero no se llevó a cabo ningún otro juicio", advierte Norton, "quizá porque Twyford le ofreció más dinero a Mullins y lo convenció de que se desistiera de la acusación".

A pesar de la leyenda negra que siempre envuelve a los juicios por sodomía, los jurados ingleses solían "mostrarse muy reticentes a enviar hombres a la horca por tales actos". Y con más razón si eran gallardos solados o marineros de Su Majestad.

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