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Pablo, Reinaldo y los guerrilleros

Pablo, Reinaldo y los guerrilleros

Por Antonio Bertrán

Así fue... Así de simple y contundente es el título del libro de relatos autobiográficos que dejó inédito Pablo Leder, a quien justo hace un año despedimos en el Panteón Israelita de México. Una mirada a través de las décadas es el subtítulo, que además advierte: Insólitas anécdotas e imágenes de mi historia.

El diseño de la portadilla destaca con mayúsculas los campos pasionales del autor, y otras circunstancias que rodearon su intensa vida: TEATRO, CINE, AMOR, SEXO, DROGA, MUERTE.

Igualmente presume –con mucha razón– un prólogo de Henri Donnadieu, el promotor cultural, productor de teatro como lo fue Leder, y artífice del legendario Disco Bar el 9, que acogió a la comunidad gay a partir de 1977.  

Debo estas primicias a Gerardo Gutiérrez Rodríguez, el querido amigo de Pablo que al final de su vida, mellada la vista por una degeneración macular, lo ayudó a escribir estas memorias que habrán de sumarse a Hubo una vez... Antes del SIDA, un primer volumen que en diciembre de 2016 vio la luz en una digna edición de autor.

Por cierto que Gerardo aún tiene ejemplares de esa maravillosa obra, imprescindible para conocer y regodearse con la vida gay en el México de los años 60 y 70 (contáctalo para adquirirla vía su inbox de Facebook, que es Gerardo Ger). La librería Somos Voces, en Niza 23, Zona Rosa, también dice contar con ejemplares a la venta y servicio de envío.

"El libro Así fue... está en su posible momento", me comentó su coautor, estudiante de la Facultad de Cine. "Estoy en espera de que resuelva [la editorial española de literatura LGBT] Dos Bigotes, pero igual abierto a seguir buscando una idónea que crea en esa bomba".

Y así suena que será el libro porque la puntita del índice, correspondiente a los años 80, que Gerardo me compartió incluye títulos tan sugerentes como: "Marihuana, sexo, vida y muerte", "A calzón amarrado", "La leyenda del maniquí" (ampliamente presentada en nuestra entrega pasada), "Contrabando con tacones y trans... porte", "A Televisa llegué... pero no llegué", "Develación y náusea", "Sus ángeles en Los Ángeles", "Sortilegio de amor" y "Terremoto '85".

Ardo en deseos de evocar al buen Pablo con la lectura de Así fue..., y para que tú no te consumas en la espera y sigas gozando de su vida, querido lector, amable lectora, aquí te dejo dos de las historias que el actor y director teatral compartió en vida con Nosotros los jotos, y sin duda formarán parte del nuevo libro. ¡Que viva por siempre la memoria de Pablo Leder!

Reinaldo

En 1968, cuando fue la Olimpiada en México, también se organizaron unas Olimpiadas Culturales y fuimos invitados por el Gobierno cubano a presentar El rey se muere, de Ionesco, al Teatro García Lorca de La Habana. Yo era uno de los actores de la obra [hacía al Médico] dirigida por Alejandro Jodorowsky, y el papel principal [del Rey Barengo I] lo hacía don Ignacio López Tarso.

Después de las funciones, mucha gente nos esperaba a la salida del teatro para felicitarnos. Todos los jóvenes se acercaba a mí, que por entonces tenía 26 años, y me hacían unas preguntas que me turbaban: “¿Cómo es Raphael? Porque en algunos radios oímos que canta pero no tenemos idea de cómo es físicamente”. O “¿A qué sabe el chocolate?”

Yo les preguntaba: “¿Y estás contento?”. Porque Cuba vivía ya con el régimen comunista de Fidel Castro y el bloqueo económico de Estados Unidos. “¡Oh sí, compañero!”. Todo el mundo me aseguraba que estaba muy feliz con la Revolución.

Estos fans también me iban a buscar al Hotel Tropicana, cuyo comedor tenía unas vidrieras, y me hacían señas para que saliera porque los cubanos tenían prohibido entrar a los hoteles y a las tiendas. El único lugar en el que les vendían a ellos era el famoso Coppelia, que servía café y helados en el quiosco de un parque. Entre paréntesis te cuento que yo nunca ni en México ni en ningún lado vi tantos gays loquitas como ahí, de 13 o 14 años, hablándose a gritos en femenino, totalmente amanerados. Me explicaron que lo hacían para chingar porque a diferencia de los mayores de edad, a ellos no los podían detener y mandar a los campos de concentración para homosexuales (Unidades Militares de Ayuda a la Producción, UMAP), como el de la Isla de Pinos.

El último día de mi estancia —antes de pasar a la aventura que quiero contar—, varios de esos amigos me organizaron una fiesta de despedida. Fue una fiesta casi a oscuras porque no podía haber luz después de las 10 de la noche; alguien consiguió milagrosamente un par de velitas y unas botellas de ron.

Aquellos muchachos que me hablaban muy bien de Cuba y la Revolución, ya con alcohol encima me decía al oído: “Sácame de aquí, Pablo, por favor; si me pides desde México para que trabaje, el gobierno me manda”. Y me daban un papelito con sus datos. Por lo menos 10 de ellos me hicieron esa petición, uno de los cuales fue Reinaldo.

Se trataba de un muchacho guapo, de mi edad, que cuando se acercó la primera vez en el teatro me preguntó: “¿Estás en el Hotel Tropicana? ¿Quieres que te visite mañana y platicamos? Me llamo Reinaldo y soy escritor”.

Yo le respondí: “Déjame ver”. Porque el gobierno cubano tenía un programa para nosotros y nos llevaba a muchas partes, aunque yo quería andar solo por las calles grabando cosas con mi cámara de 8 milímetros, y aunque no me dejaban lo hice por mis huevos. Ese material desapareció misteriosamente de mi casa, una semana después de que regresé a la Ciudad de México.

Pablo Leder (izquierda) en escena, en la década de 1960.

Finalmente le dije a Reinaldo: “OK, nos vemos mañana a las once en la esquina del hotel”. Ahí lo encontré y él me preguntó sin rodeos: “¿Te gustan los hombres? ¿Te gusto yo?”. Le dije que sí y le propuse que fuéramos a mi cuarto: “Pero espérame aquí, te tengo que disfrazar de turista para que puedes pasar”.

Rápidamente subí a mi habitación, tomé la clásica camisa de flores de los turistas, un short, anteojos verdes para el sol, un sombrero y huaraches, lo puse todo en un morral y bajé. En unos matorrales del jardín, él se cambió y le advertí que no hablara porque el acento lo delataría.

En cuanto llegamos a mi cuarto, Reinaldo se empezó a asomar debajo de la cama y atrás de la almohada. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “Sssh, no digas mi nombre, por favor, es que podría haber micrófonos”. Poco después se tranquilizó y empezó el juego erótico. Le quité la camisa y vi horrorizado que tenía la espalda llena de cicatrices.

—¡¿Qué te pasó?!

—He estado varias veces en la Isla de Pinos, preso por ser homosexual. En las mañanas nos levantan a bayonetazos, por eso las cicatrices.

Superé mi horror mirando que de frente estaba muy mono, era delgado y un poco velludo. Pero en cuanto retomamos el cachondeo, otra vez dijo: “Espérate, oí un ruido, creo que nos están espiando". Fue imposible, ni él se concentraba para tener una erección ni yo. “Qué pena, pero estás muy nervioso”, le dije y bajamos igual que como habíamos entrado.

Diez días después, a mitad de la temporada teatral, uno de los actores de El rey se muere, Víctor Eberg, fue expulsado de Cuba acusado de violar a una camarera. Cuando lo fuimos a dejar al aeropuerto, él gritaba: “¡No la violé, cogimos por gusto, carajo! Hay micrófonos en la habitación, compañeros, abusados”. Así que Reinaldo no estaba paranoico.

Como 20 años después, compro un libro de cuentos de un escritor cubano, Reinaldo Arenas, y leo la historia de un hombre que se había ido a Miami y, pasado un buen tiempo, regresa a la isla llevando regalos para su esposa y el hijo que había dejado niño. La noche antes de viajar a la casa familiar, que estaba en una provincia, conoce en el malecón de La Habana a un precioso joven chichifo (o jinetero, como llaman a los prostitutos allá), y lo quiere llevar a su hotel. “¿Pero cómo?”, se pregunta, y el muchacho le sugiere que lo disfrace como turista. Entonces el personaje hace exactamente lo que yo hice aquella vez, así que deduje que el autor tenía que ser ese mismo Reinaldo que era un escritor pero nunca me dijo su apellido.

En el cuento, los personajes sí consuman el acto sexual, pero lo maravilloso y terrible de la historia es que el viejo se queda dormido y, cuando despierta al otro día, ve que el chichifo se fue y le robó todo. Ni modo, así sin regalos ni dinero llega como puede a la casa de su esposa y al ver a su hijo ¡resulta que es aquel muchacho con el que hizo el amor y lo robó!

El cuento en el que Pablo creyó reconocer lo vivido con el narrador cubano se titula Viaje a La Habana, y está fechado en Nueva York, entre 1983 y 87. En la ficción, el hermoso joven efectivamente revisa que no haya micrófonos en la habitación del hotel, aunque la forma en que logra subir a esta no es disfrazado de turista sino sobornando a dos vigilantes, con sendos billetes de $100 dólares proporcionados por el protagonista cincuentón, y colocados discretamente entre las páginas del periódicos Granma.

Previamente, se había obstinado a llevarlo a una playa, y mientras nadaban en medio del mar donde nadie podía escucharlos, el joven que se había hecho pasar por un guardia comprometido con la Revolución, le pidió al cubano emigrado que cuando regresara a Miami hiciera lo posible por sacarlo de la isla. Tal como a Pablo le suplicaron esos 10 jóvenes.

Corregido y muy engrosado, 7 de noviembre de 2017.

¡Pablo, estoy vivo!

Si no me equivoco, esto ocurrió a finales de los años 70, pero no recuerdo con precisión la fecha. Yo iba caminando por Avenida Juárez, como a las seis de la tarde, y en contraflujo venían dos chavos, no guapos pero sí atractivos, como chacalones, chaparros y morenos, que tendrían unos 30 años porque se veían menores que yo.

Cuando estuvieron frente a mí les eché una mirada braguetera, nos cruzamos, giré mi rostro y ellos giraron el rostro. Ese clic era una manera de ligar entonces. Había una caseta telefónica, me paré y me hice pendejo como si estuviera hablando, y ellos se acercaron.

—¿Qué onda? ¿Qué haces, maestro? —en esa época estaba de moda la palabra maestro.

—Pues aquí girándola, maestros. ¿Y ustedes?

—Somos turistas, ya mañana nos vamos de México y andamos buscando un lugar para despedirnos.

—¿Quieren tomar una copa o algo?

—No, lo que queremos es un lugar donde fumar un churro de mota y que no haya peligro.

Como estaba en el teléfono le marqué a mi amigo Pedro Sáenz (que en paz descanse, era bailarín y coreógrafo). Vivía en Polanco, le expliqué la situación y le dije si podíamos visitarlo. “¡Vénganse corriendo!”, me respondió.

En mi coche nos fuimos a su departamento de Aristóteles, en un tercero o cuarto piso. Ya estaba anocheciendo y empezamos los cuatro a fumar mota. Yo las veces que fumé mota fue exclusivamente para tener sexo, y nada más le daba dos fumadas porque si fumaba más me quedaba dormido. Ellos fumaron muchísimo, y al rato dijo Pedro:  “¿Vamos a descansar?”

Desde la plática habíamos hecho las parejas porque uno estaba sentado junto a mí y el otro junto a Pedro. Hablábamos de pendejadas, la verdad, y hasta ahí no sabíamos de dónde eran, aunque tenían acento sudamericano.

Uno de ellos se fue a una recámara conmigo y el otro se quedó con Pedro. Yo hice lo de siempre: me gusta desnudar al cuate, me resulta muy excitante el fetiche de irles quitando la ropa poco a poco. Y empecé con mi juego erótico pero el chavo no lo permitió, inmediatamente me volteó y me empezó a penetrar. Mientras lo hacía, todo el tiempo decía: “¡Estoy vivo, todavía estoy vivo! ¡Pablo, estoy vivo, estoy vivo!”.

Yo no entendía por qué decía eso, pero pensé: “Bueno, debe ser porque cuando es tan grande el placer del sexo te sientes vivo”. Yo también me siento vivo cuando cojo, ¡me encanta coger!

Total que terminamos y nos quedamos dormidos. Para esto, los chavos nos habían pedido que pusiéramos el despertador a las siete de la mañana porque a las ocho y media tenían que estar en su hotel.

Como a las tres de la mañana me di cuenta que estaba encendida la lámpara del buró, y que este muchacho estaba fumando mariguana. Otra vez se me echó encima y otra vez me penetró mientras decía: “¡Estoy vivo, estoy vivo, Pablo!”.

Cuando terminó, apagué la lámpara y nos volvimos a dormir. Y como a las seis de la mañana otra vez estaba haciéndome el amor y repitiendo sin cesar: “¡Aquí estamos, Pablo, y yo estoy vivo!”.

A las siete sonó el despertador, ellos entraron a bañarse y yo fui con Pedro.

—¿Qué tal? –quise saber cómo le había ido con su chavo.

—¡Tremendo, Pablo! Me trató mal pero eso me encantó. Me dijo: “Quítame las botas, desabróchame el cinturón, bájame el pantalón…”. Nadie me había tratado así y me excitó muchísimo.

Cuando ellos salieron del baño, preparamos café, pan tostado, fruta.

—Entonces terminan sus vacaciones, ¿y adónde se regresan, de dónde son? —retomamos el tema de su viaje.

—No, Pablo, no son vacaciones —confesó el que había estado conmigo—. Somos un grupo de nicaragüenses que vinimos dos semanas a un entrenamiento porque vamos a derrocar al dictador de Nicaragua, Anastasio Somoza. Y a mí me toca matarlo.

—¡Cómo crees, maestro!

—¡Sí! ¡Vamos a terminar con un dictador para que viva Nicaragua libre! —el muchacho habló como un político, con mucho orgullo de lo que iban a hacer, pero la noche anterior para nada, eran como dos turistas jóvenes—. Y como estoy casi seguro de que después de que yo lo mate me van a matar a mí, te voy a dejar un recuerdo. Préstame una hoja de papel y una pluma.

Caricatura de Anastasio Somoza "hecha por José (apellido ilegible)", el guerrillero sandinista que contó a Pablo Leder que tenía la misión de asesinar al dictador nicaragüense. 

Y me hizo esta caricatura de la cara de Somoza. Bajamos al coche y los dejé en Avenida Juárez, casi a la altura donde los levanté, porque no quisieron que los dejara en su hotel.

No tengo muy presente cuánto tiempo pasó entre esa noche y cuando las noticias dijeron que Somoza había muerto en un atentado (el 17 de septiembre de 1980, en Asunción, Paraguay, donde se exilió tras ser derrocado por el Frente Sandinista de Liberación Nacional, FSLN).

“¡Pero, cómo! –brinqué–. ¡Era verdad! Con razón el chavo se portó como un semental y estaba tan aferrado al placer y a la vida en el sexo pensando que iba a morir”. No recordaba su nombre (“José” se puede lee en la firma del dibujo, pero no el apellido); Sergio se llamaba el que estuvo con Pedro, pero siempre me quedó esta aventura en el recuerdo.

Pablo Leder me contó esta aventura la tarde del 1 de noviembre de 2017. Me acababa de narrar sus amoríos con el escritor cubano Reinaldo Arenas, pero antes de pasar a este conmovedor relato me pidió que apagara la grabadora. Estaba indeciso por lo fuerte de la anécdota, aunque fue a su recámara y regresó con la caricatura que había guardado durante cuatro décadas. Al mostrármela, mi bondadoso amigo se emocionó recordando al joven guerrillero sandinista, que imaginaba ya muerto. Acarició a su amada perrita Musa y salió al balcón de su departamentito, hasta dominar las lágrimas.

Cuando se serenó, insistí en que me relatara la historia y después veríamos si la publicaba. “Si se graba es para publicarla”, resolvió. Y prendí la grabadora.

No sé por qué conservé la historia inédita, y no pude imaginar que Pablo Elías Fastag Leder (1942), actor, productor y director de obras lúdicas y lúbricas, fallecería exactamente dos años después de contármela.

La comparto porque Pablito pervivirá en la memoria de nuestra comunidad gracias a sus impactantes historias de vida plena, y esperamos que muy pronto tengamos más de sus relatos con la publicación de Así fue...

Aquella tarde que jamás olvidaré, así concluyó nuestra charla:  

—Gracias por tu generosidad, Pablo.

—Gracias a ti que mantienes frescas y actualizas estas historias.

—Es mi interés rescatarlas, y tú eres un tesoro, Pablo.

—Esa es la palabra: rescatar.

5 de noviembre de 2019.

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

Por favor usen bici, sigan gozando a Pablo con la lectura de su libro y, sobre todo, usen cubrebocas y condón.

 

   

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