Ilustración Marco Colín.
Al querido Salvador Ramírez Vázquez, con mis mejores deseos para su salud.
Mañana miércoles 17 yo no tendría que cumplir 49 años; debí haber muerto en 2009, cuando ocurrió la epidemia de influenza gacha AH1N1.
Un poco después de aquél junio, empecé con una leve tos que fue en aumento y estuvo acompañada por cierto decaimiento, así que fui a ver a un vecino médico que me encontró la presión baja y, restándole importancia, me recetó un jarabe y vitaminas.
La tos persistió y una noche calurosa de julio me entraron calosfríos con fiebre, que el mismo médico bonachón me trató con antibióticos. Pero algo andaba francamente mal en mi cuerpecito gozador: En las madrugadas, por la calentura que no cesaba tenía que cambiarme hasta tres veces la camiseta empapada de sudor, y en las mañanas estaba más débil.
Tengo muy grabado que un domingo, viendo pasear a los alegres ciclistas por el Paseo de la Reforma, me dije con nostalgia que no hacía mucho yo pedaleaba tan vigorosamente como ellos, cuando en ese momento solo quería irme a recostar.
La irrupción de una diarrea imparable me decidió a ir al laboratorio clínico, algo que irresponsablemente había postergado. El lunes 24 de agosto de ese 2009 recogí los resultados por la tarde, abrí rápidamente el sobre y leí la palabra POSITIVO en la prueba de VIH. Había desarrollado la enfermedad que provoca el virus: sida.
Regresé de prisa a mi casa sin lograr pensar con claridad y le comuniqué a boca de jarro la noticia a Francisco, mi pareja en ese momento. ¡Nunca he visto una cara igual de aflicción! Pero unos segundos después, tras un disparo de adrenalina, Pancho me urgió sin reproches: “¡Vámonos en este momento a la Clínica Condesa!”.
En esa institución del gobierno capitalino especializada en VIH/sida, la doctora Laura Olivia Estrada me recibió sin importar que aún no fuera derechohabiente. Me explicó que ya tenía una severa neumonía debido a lo dañado que estaba mi sistema inmunológico (las pruebas de rigor detectaron 500 mil copias del virus por unidad de sangre, que en varios años habían destruido el ejército de células de defensa o CD4, que normalmente rebasan las mil, hasta dejarlas con sólo 38 efectivos).
De haber seguido así, habría caído en problemas respiratorios irreversibles, pero me salvaron la rápida reacción de mi hoy ex pareja y la buena ciencia de mi querida doctora Estrada, a quienes aquí rindo homenaje de gratitud.
Desde entonces sigo el programa con antirretrovirales de la Clínica y a diario tomo con disciplina cuatro pastillas amarillas y una azul en espera de que la ciencia encuentre la cura para esta enfermedad, que es crónica pero ya no mortal si se diagnostica a tiempo.
Creo que sobreviví porque soy de naturaleza fuerte y tengo una familia y amigos que me apoyaron en el no fácil proceso de recuperación, que además implicó superar una depresión.
Hoy, mi pelotón de CD4 se ha fortalecido mucho y la carga viral es tan reducida que resulta indetectable. Por eso voy por la vida como “Mr. Happy” y trato de ser positivo incluso ante adversidades como el ser VIH positivo. Eso quiere comunicar la fantástica ilustración que me hizo mi hermano Marco Colín quien, como yo, cree en la fuerza sanadora del amor.
También creo que sobreviví, querido lector, para hoy salir aquí por segunda vez del clóset, no para que me compadezcas o admires, sino por contribuir a quitarle a esta enfermedad —que no es exclusiva de Nosotros los jotos— el estigma de vergüenza o castigo divino que aún carga. Soy prueba de que quienes vivimos con VIH podemos ser productivos y felices si seguimos el protocolo médico y las prácticas saludables que todo mundo debe llevar como hacer ejercicio y una dieta baja en azúcar y colesterol (que los medicamentos nos elevan).
Pero lo que más me late es que simplemente sobreviví para mañana miércoles 17 cumplir 49 años totalmente liberado.
¡Hasta el próximo choque de braguetas, señores míos!
Por favor usen bici, háganse la prueba del VIH y, hoy más que nunca les digo: ¡USEN CONDÓN!
16 de junio, 2015.
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