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Un curita bisexual del siglo XVIII

Un curita bisexual del siglo XVIII

Por Antonio Bertrán

Al llegar al sexto mandamiento, el confesor redobló su celo eclesiástico para interrogar al penitente:

–¿Habéis tenido, hermano, o procurado voluntariamente alguna polución, que es derramar sin ayuntamiento o acceso carnal el semen humano?

–Sí, padre, y muchísimas veces.

– ¿Y cuántas habrán sido, poco más o menos?

–No será fácil acordarme, por ser tantas. Debido a mis negocios, estaba muchas veces ausente de mi mujer y no había ocasión con otra, así que era más frecuente caer en este vicio.

–¿Qué tiempo gastaste en estos negocios desde la última confesión, sea o no sea continuado?

–Cinco meses, poco más o menos.

–¿Y cuántas veces, poco más o menos, cometías este pecado a la semana cuando estabas ausente de tu mujer y concubinas?

–Me parece que cuatro veces, una semana con otra.

–¿Y era mucha, hermano, la preciosa semilla que derramabas fuera del vaso natural?

–Me temo que mucha, sí.

–¿En qué posiciones efectuabas las impuras manipulaciones?

–En las más diferentes: de pie, echado, sentado, dentro de las aguas del río.

–Según lo que me confiesas de este pecado, tienes en él mala costumbre.

–Así lo confieso, padre.

–¿Habéis cometido, hermano, algún otro acto contra natura, quizá sodomía?

–Acerca de este vicio, no tengo pecado consumado. Solo me acuso que con un muchacho tuve una vez actos venéreos.

–¿Y le indujiste tú a ello?

–No, padre. Fue una torpeza de ambos.

–¿Alguno tuvo intento de tener con el otro acto nefando?

–No, solo fue un juego de manos, después de un baño en el río.

–¿Y el otro muchacho lo tenía muy gordo?

–A decir verdad no como yo, padre.

–¿Y tuviste polución tú o el muchacho, o ambos a dos?

–Sí, con el auxilio del otro de cada cual cayó pródigamente en tierra.*

Si leer esto te ha cachondeado, ¡imagínate cómo puso a ese curita del siglo XVIII escucharlo en susurros, a través de la rejilla del confesionario, directo de la boquita de su joven oveja descarriada!

Con alguna argucia, quizá condicionando la absolución a una inspección física, imaginemos que el confesor pudo haber llevado al penitente a su propia habitación u otro lugar discreto y comprobar con su santa mano el calibre del pródigo surtidor de semilla que cándidamente le confesó el muchacho que tenía.

Solicitación se llamaba este delito de los sacerdotes que aprovechaban la intimidad del confesionario y el poder como representantes de Cristo que ejercían sobre la feligresía para –hoy diríamos– acosarla sexualmente tanto con preguntas demasiado íntimas y frases de doble sentido, como abrazos, besos, manoseos y el total acceso carnal o coito.

A través de la rejilla, el sacerdote solicitante metía los dedos para tocar el rostro de la penitente. En otros confesionarios era posible, por debajo de esta, meter el brazo y acariciar los pechos. Ilustración: El Motín, tomada de Stephen Haliczer, Sexualidad en el confesionario, Siglo XXI, Madrid, 1998. 

La falta, que desprestigiaba a la iglesia y atentaba contra el sacramento de la penitencia, era perseguida por la Inquisición, y con mayor celo que el que padecemos hoy de la ñoña de Sor Feis, gracia a lo cual tenemos noticias detalladas de cómo se llevaba a cabo por una infinidad de procesos conservados en el Archivo General de la Nación (AGN).

Si bien la mayoría de las denuncias, registradas principalmente en el siglo XVIII, eran de solicitaciones con mujeres, también hubo unas cuantas con varones e incluso, como veremos en un caso muy peculiar, con mozo y moza.

"La solicitación se llevaba a cabo generalmente después de que el eclesiástico ya había confesado varias veces a la mujer y existía ente ellos alguna confianza y por parte de él algún conocimiento de la penitente", explica Marcela Suárez Escobar en Sexualidad y norma sobre lo prohibido (UAM, 1999).

"El confesor empezaba empleando palabras cariñosas como lo hacía el presbítero Juan Campa [en 1784] que les decía: 'madrecita, te estimo más que a mis otras hijas de confesión'".

Las artimañas también consistían en elogiar la belleza de las mujeres, darles regalos o dinero si estaban muy necesitadas, e incluso aprovecharse de una condición de vulnerabilidad física y emocional causada, por ejemplo, por un continuo maltrato recibido del marido.

Tras revisar 105 expediente, en solo dos de los cuales se solicitó a hombre, la historiadora Suárez Escobar subraya que también pesaba "la ignorancia o candidez de las mujeres mezclada a veces con temor, que las obligaba primero a acceder y después a no denunciar".

Muchas veces la denuncia la hacía otro sacerdote, enterado del asunto porque la mujer, por alguna circunstancia, no había acudido con su habitual confesor y había desoído las recomendaciones de este para que no contara lo que con ella hacía.

"A la Sta. Chayo de Araoz como recuerdo y para que no me olvide en sus oraciones. México, 9 de julio de 1902. Rodolfo Caroli". Colección ABR. 

No sin riesgo de que los ojos de este 2020 azotado por una pandemia de Covid 19 y de altura moral me juzguen como un revictimizador, diré con la especialista citada que muchas morras y esposas novohispanas se veían por los curas estimuladas en su erotismo femenino y regresaban gustosas a pedir de nuevo el sacramento de la penitencia.

"Por ejemplo, con el religioso Antonino Matías García, Agustina Pozos [que era casada] durante siete años cada mes se confesaba y después entraba a la celda del religioso que le obsequiaba cosas, la besaba y manoseaba".

Este padrecito putañero en primera instancia tentaba a sus "hijitas" invitándoles a sus aposentos a tomar chocolate (una bebida que incluso condenó la Inquisición, diríamos actualmente, por su poder afrodisíaco).

Pero había excepciones. Las feministas de hoy seguro que amarían a una penitente del padre Francisco Castellanos, referida por la también autora de De amores y castigos, consideraciones sociológicas sobre poder y sexualidad, quien mordiéndolo se libró de ser violada por él.

La filóloga Concepción Company, a quien recordarás de nuestro artículo sobre el insulto puto, me comentó que los celos de las solicitadas al verse sustituidas por otra penitente o el despecho por el rechazo de un cérigo que quería enmendarse, también las llevaba a denunciar lo que por años habían disfrutado, me imagino, con esa mezcla de placer y culpa que la iglesia católica siempre se ha esmerado por generar en su amada grey.

También podía darse el caso que el "cura faldero" o "mujeriego" sintiera pasos de los inquisidores en la azotea de su leonera y optara por autodenunciarse, con lo cual los jueces aplicarían una misericordiosa reducción a la pena que le impondrían.

Las penas eran por un tiempo determinado, según la gravedad de los hechos, y generalmente consistían, enumera Suárez Escobar, en la reclusión y destierro del solicitante para realizar penitencias espirituales; ocupar el ultimo lugar entre los sacerdotes de su comunidad y no poder celebrar misa y confesar.  

Un caso curioso de autodenuncia fue el del bachiller Joaquín Luciano de la Cruz Zaravia, a quien hoy podríamos calificar como un bisexual de finales del siglo XVIII. Hurgando con palabras morbosas en el maravilloso Corpus Diacrónico y Diatópico del Español de América (CORDIAM), que coordina la doctora Company, hallé la transcripción de su expediente que se conserva en el AGN (Inquisición, volumen 1413, expediente 12, cuya ficha en línea pone el segundo apellido del cura como Zarraras).

Por saciar el maldito apetito

Oriundo de Salamanca, Guanajuato, el 16 de enero de 1802 el bachiller De la Cruz Zaravia escribió una carta para enviarla al Tribunal de la Diabólica Inquisición. Como dictaba el caso, se humilló calificándose como "el más miserable de todos", y suplicaba piedad por sus horribles pecados.

Tenía entonces una "edad crecida", advirtió buscando mayor compasión después de confesar que tuvo "la gran liviandad, fragilidad y miseria" de haberse "precipitado al más horroroso pecado de sodomía con un mozo indio" (he modernizado la ortografía de la transcripción literal).

Al muchacho lo había criado desde la infancia, pero aclaró el religioso pecador que el acto nefando no lo realizó sino muchos años después, cuando su pupilo ya se había casado (se entiende que cuando era mayor de edad).

"Un recuerdo a mi muy amado maestro el Sr. Dr. D. Santiago Zubiría, en prueba del filial y sin medida aprecio, amor y respeto que constantemente le profeso. Su discípulo e hijo Q[ue]. B[esa]. S[us]. M[anos]. I. Valdespino. 11/1879". Colección ABR. 

Por tal circunstancia, con "previa licencia" de su superior decidió irse a "distantes obispados no por poco tiempo". Sin duda para alejarse de la tentación, aunque yo que soy mal pensado me imagino que en esos lares también halló a quien pellizcar y seducir.

Pero cuando regresó a Salamanca, ¿qué crees, querido lector, amable lectora? ¡Claro, reincidió en su "torpeza" cuando fue a confesarse el mismo muchacho, que era vulnerable porque como indio pertenecía a una casta inferior para la sociedad colonial. ¿Por qué volvió a caer el bachiller? Pos, porque "el común enemigo [Satán el tentador] no duerme".

Y aquí viene lo bueno:

"Fue mi reincidencia ya no solo con él, sino con su esposa, a quien anteriormente había confesado". El bachiller reconoció que el acto fue "no tanto por amor que le tuviera cuanto por saciar el maldito apetito y satisfacción que de él me asistía".

Refirió nuestro bachiller también que en su "dilatada ausencia" el mozo indio se "había confesado muchas veces con otros confesores", lo cual hace muy probable que a alguno de ellos le contara sus lances sexuales con el sacerdote De la Cruz, y existiera la amenaza de denunciarlo al temido tribunal. Por lo cual buscó curarse en salud.

El autodenunciado puso tanto énfasis en aclarar que las seducciones no habían tenido lugar durante el acto de la "sagrada penitencia", que solo podemos sospechar lo contrario, que efectivamente la "ultrajó".  

Para seguirse arrastrando por el suelo, el padre De la Cruz se decía persuadido de que su mal obrar "no fue efecto de otra cosa" que de su "crecida malicia, fragilidad y miseria humana". Por lo que suplicaba no solo la misericordia de Dios, sino de las "piadosas entrañas" de su señoría ilustrísima el inquisidor (¡ojalá esas entrañas le hubieran tirado un pedo!).

Como no era cínico (supongo), el anciano clérigo solo podía reconocer que su vida no había sido santa, aunque subrayaba que sí "arreglada" en obediencia y servicio a sus superiores, lo cual era importante, junto con el profundo arrepentimiento, para ser juzgado "con la mayor piedad y caridad", y así lograr la reducción de la pena.

La súplica agregaba que se tomara en cuenta, además de su "crecida edad", su "quebrantada salud" y "males habituales".

La despedida de la carta es una joya retórica que evidencia la distancia jerárquica del firmante con relación al destinatario, y una última fórmula reverencial: "Besa la mano de vuestra señoría ilustrísima su más humilde, rendido súbdito y capellán".

El documento y los otros muchos de solicitación son una prueba de que el celibato sacerdotal, impuesto por la iglesia católica en los Concilio de Letrán (siglo XIII) y de Trento (siglo XVI), es el verdadero acto contra natura porque, como afirma Marcela Suárez Escobar, la sexualidad "no puede ser sustituida ni sublimada".

El caso sobre todo representa un testimonio temprano para la historia de los bisexuales mexicanos, de la que muy poco se sabe, y que en el acrónimo LGBTTTI no dejan de ser considerados gays o lesbianas que no se asumen cabalmente.

Yo creo que debe ser fantástico gozar de ambos géneros, y sobre todo en tiempos de guerra como los actuales contra la pandemia, poderse refugiar en cualquier trinchera.

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

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*Agregué pequeñas lubricidades a este ejemplo de diálogo entre confesor y penitente que presenta en su manual, Fuero de la conciencia (Madrid, 1702), el carmelita descalzo Fray Valentín de la Madre de Dios.

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