¡Cómo fuman en esta mazmorra, carajo! Hasta el perro ese flaco acompañado del cachorro juguetón lo hace. Ni la máscara necesita quitarse el cabrón, nomás le desabrocha un lado el hocico de la máscara y a darle la calada al cigarrito. Solo falta que también pueda hacer donitas de humo, ja.
"¡Arooo!", aúlla el cachorro a los pies del galgo vicioso. "Sí, galgo", pienso y me río desde mi duro asiento cerca de una escotilla de ventilación. No es porque yo sea muy perra pero de ser ese cuate un ejemplar de la raza canina por su talla, melenón y porte encarnaría muy bien en uno de esos cadenciosos y elegantes animales de concurso. Sería de pelaje negro, por supuesto, como su traje brilloso de látex, ceñido y de una pieza, con la máscara perruna a juego y arnés sobrepuesto.
"Maxxx, con tres equis de video porno", me dijo después, muy cordialmente, que era su nombre de puppy. Porque en esto del fetiche hay mucho anglicismo, mucho mal ejemplo de los pinches yankees degenerados (como diría mi prejuiciosa madre).
Usan rubber por caucho o látex, handler para quien jala la cadena de castigo de un cachorro, leather en vez de cuero y master para dirigirse con respeto al amo sádico que azota las nalgas empuñando un flogger de tiras finas y cortas pero, después de un rato de aplicarse, efectivas para enrojecer la piel como si se usara la modalidad de las nalgadas, que se dice spanking. ¡Pank, pankis, paaank!
No me acuerdo con qué nombre me presentó el amistoso Maxxx a su beta, porque él es el perro alfa, claro, que en la jauría hay jerarquías, y el cachorro que otro puppy lleva de la correa es el subordinado, el compañero de ladridos y retozos.
El betita es un encanto de brincos, muestra el abdomen corrioso y su cintura es estrecha como a mí me encanta; sus ojos tiernos y perspicaces recuerdan a un beagle. Me pregunto si este binomio canino nomás jugará a perseguir la pelotita y tirarse dentelladas o también se husmeará y lamerá sus rabos.
Al menos el alfa sí lleva una colita bien insertada en el ano –que para eso el traje tiene un estratégico zíper–, y ahora la menea feliz porque un gatito, con las orejas de tela bien paraditas en una diadema, se acerca sigiloso para restregarle su cuerpo totalmente desnudo y lampiño. El chico ronronea y es tan delgado que recuerda a un gatito de azotea sin dueño que le dé su cena.
El roce sobre el traje de Maxxx, lubricado para que brille, ya hincha el miembro del cariñoso felino. Claro que el beta no quiere quedar excluido de los arrumacos interespecie y en cuatro patas, como ha estado todo el tiempo, empieza a olfatear con la nariz de su máscara los rasurados huevos del minino, lo que conduce al falo a la plenitud de la elevación. ¡Por el creador de las bestias, ese ariete parece más de león que de gatillo hambriento!
En un momento ha cundido por la mazmorra la brama animal, el deseo de primate humano evolucionado hasta los refinamientos de la lujuria. El humo del cigarro cada vez me molesta menos porque todo mundo tiene las manos y bocas ocupadas y empiezan a imponerse otros olores, más agradables por su carga lúbrica.
Orines. Flotan en el ambiente los vapores de la lluvia dorada porque desde una escalerilla Mike mea generosamente a Fred, que está parado en medio de una tina circular de metal, rodeada por aserrín.
Con la mano enguantada, el master empuña su grueso surtidor de cabeza roja y lo apunta al pecho de Fred, a quien el chorro le salpica los lentes de espejo mientras cae por la impermeable superficie de su traje de látex azul ultramarino, igual que las olas resbalan por el lomo de un gracioso delfín nadando en mar abierto.
Frankie, el encantador Frankie de ojos inocentes que, sentado a mi lado soportó mis quejas por el humo, se levanta y llega hasta la tina para colocarse justo a espaldas de Fred. De un salto lo alcanzo para bajarle el pequeño cierre de lo que sería la bragueta del traje que perfila, en blanco y negro, su largo cuerpo.
–Despacio, que no llevo nada abajo –me advierte el joven rubber y, echando la cabeza hacia atrás, cierra sus ojitos con candor, confiado en que no sufrirá un pellizco con la corrida del cierre.
Acaricio las nalgas lustrosas de Frankie con la mano izquierda –¡qué plus le da la textura del látex a su firmeza juvenil!–, y maniobro delicadamente con la derecha hasta liberar una manguera de carne muy suave, que al tacto se va hinchando. Su dueño la empuña y sin preámbulos de gotillas suelta un poderoso chorro que asciende y pega en el omóplato izquierdo de Fred, luego empieza a desplazarlo hacia el derecho como si regara una pared con enredadera, pero a medio camino interpongo la mano. Frankie me mira con una sonrisa cómplice.
–Ahora, chúpatela –dice imperativo sin aminorar el desagüe que siento tibio, y vuelve a sonreírme.
Le sostengo la mirada, me llevo la mano chorreante a la nariz, la huelo con rápidas aspiraciones como si yo fuera un sabueso de caza, y con la punta de la lengua recorro la palma desde su nacimiento hasta las huellas dactilares.
¡Qué delicia de sabor! Como si en lugar de cervezas mi amigo efebo hubiera mamado los néctares del dios Príapo, cuya imagen vergona cuelga sobre la puerta para bendecir a quien entra a este calabozo del retorcido gozo.
Remato la autolamida hundiendo dos dedos en la boca, y mordiéndolos enseño los dientes a Frankie que se ha girado, juguetón, para mear mis botas con su último chisguete, en una especie de bautizo al novato del fetiche que soy. En el charquito que se forma a mis pies apoyo una rodilla cual caballero recién armado y recibo en la lengua las últimas gotas del gran meón, luego me trago su fuente completa, olorosa a vainilla por el lubricante necesario para enfundarse las prendas de látex.
¿Un violín? Sí, un violín vibrante irrumpe en la enrarecida mazmorra por encima de los jadeos y chasquidos lúbricos. Los participantes de la orgía pausamos los juegos que nos han tenido exacerbados: cesan los amarres eróticos, el latigueo festivo, la colocación de pinzas en escrotos y tetillas; amaina la lluvia dorada, se yerguen los canes e incluso el puño del maestro fistero sale de la caverna que ha ensanchado con paciencia en quien yace sobre el columpio central y, liberado del guante quirúrgico, aplaude como lo hacemos los demás, frenéticos, para dar la bienvenida al virtuoso, quien corresponde acentuando el brioso ataque de las cuerdas.
–Héctor es un gran concertista –susurra Frankie antes de lamer y morderme la oreja.
¡Qué sonrisa despliega Héctor, cómo goza con su arte! Tiene la barba negrísima, el cuerpo robusto también enfundado de látex charoleante bajo una luz puntual en medio de las tinieblas. El resplandor alcanza un rincón iluminando a medias a un... ¿muchacho? Parece un exquisito decapitado porque la claridad de refilón no le llega más arriba de los estrechos hombros, solo permite ver que lleva una camisa escarlata como la sangre que habría manado de su cabeza si fuera cercenada.
Quedo hechizado por la figura y su inflamada prenda. ¿Un golpe de pasión semejante sentirá el astado ante el capote torero? El violín suena en crescendo y también va creciendo el deseo en mis entrañas con una oleada de pequeñas descargas eléctricas.
Héctor se mueve y en momentos me parece que el seguidor alcanza un poco más el rincón del decapitado porque chispea la superficie encarnada de su camisa, que para mis ojos va tomando la apariencia pulposa del bermellón del óleo aplicado con espátula: denso, provocador, casi masticable. Cuando creo que el resplandor finalmente sacará de la oscuridad la cabeza del camarada, el violín se interpone bruscamente siguiendo un arpegio que culmina la ejecución con un desplante de arco.
Entre aplausos, el músico camina hacia el centro de la mazmorra y el haz que lo sigue se extingue de golpe cuando llega junto a un gran candelabro, sobre una columna, donde arde una docena de velas. El homenaje de los camaradas que empiezan a rodearlo es un frenesí de manos y bocas sobre todo su cuerpo, y por más que me fijo no descubro a alguien con la camisa escarlata. "Quizá si me acerco", pienso en el momento que Frankie me jala para unirnos al festivo grupo.
–¿Quién era el que estaba en aquel rincón con camisa roja, lo viste? –le pregunto señalando el sitio donde ahora reinan las tinieblas más absolutas.
–Vaya, ahora sí tuviste tu bautizo en la hermandad. Aquí todos lo hemos visto, o creído que lo vimos. Alpha Romeo lo llamamos y parece que le gusta el violín de Héctor. Fantaseamos que es el alma en pena de un joven amante de la asfixia erótica, que no pudo o no quiso detenerse en el umbral de la muerte y en pleno orgasmo se precipitó al averno. Te aseguro que ahora Roy, así le decimos de cariño, se aparecerá en tus sueños más inconfesables. Y sentirás una deliciosa asfixia.
Este es un relato de ficción, querido lector, amable lectora, así que cualquier parecido de los personajes con mis buenos amigos fetichistas es mero homenaje de cariño.
Los camaradas rubber lanzaron un concurso de relato en el que quizá el mío te inspire a participar. Infórmate aquí de las bases y su lustroso premio: https://www.facebook.com/MrRubberMx/posts/669877553665036
¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!
Por favor usen bici, coméntenme si los cachondeó mi fantasía y, sobre todo, usen cubrebocas y condón.
Coméntanos con libertad y RESPETO