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Manitos de guerra

Manitos de guerra

Por Antonio Bertrán

El oficial había sido provisto de un arma corta. Llamarla espadín o incluso daga habría sido desmesurado. Tenía el tamaño de un dedo meñique, y la comparación no está exenta de una compasiva largueza.

De lo demás estaba bien proporcionado su cuerpo, con el ideal atlético deseado en un soldado para el valiente combate: espalda ancha como portaaviones, brazos robustos y piernas de agilísima zancada. Un Hércules con la estética clásica al que, sin embargo, le habría bastado una hojita de perejil –no de parra– para cubrir sus vergüenzas.

Por esa circunstancia no era de los primeros –ni siquiera de los últimos– en despojarse del uniforme y totalmente desnudo clavarse en las olas de una playa desierta o en entrar a las reconfortantes aguas de un río cercano al campamento en los periodos de descanso durante la Segunda Guerra Mundial.

Para zambullirse en tan sana diversión generalmente empezaba el compañero al que la naturaleza había regalado un opulento ariete, y de inmediato su ejemplo era seguido con alborozo por los demás chicos, semejantes en armamento carnal.    

Harry L. Torgerson –así se llamaba el oficial microgenitomorfo del ejército estadounidense– era guapo. Además de musculoso, lo imagino dueño de una sonrisa que hacía chispear unos ojos expresivos, capaces de encandilar a las enfermeras de la Cruz Roja Internacional.

El buddy o manito del alma de Harry en Nueva Caledonia era Scotty Bowers. Este infante de marina pertenecía al grupo de los sanos y desinhibios nudistas que, a la menor provocación, se tostaban al sol en los alrededores de la base militar que en aquella isla tenían los gringos para sus operaciones en el Pacífico Sur.

Tan cercanos llegaron a ser los dos camaradas, que el bueno de Scotty cedió comprensivamente a la extravagante petición de Harry para ayudarlo a satisfacer su deseo sexual, que a diferencia de su pequeño miembrillo sí afloraba en su naturaleza joven con gran envergadura:

"[Harry] Era bueno para conseguir chicas, enfermeras de la Cruz Roja, que yo me cogía en una orilla del Río Tontouta mientras él se masturbaba mirándonos. Él nunca me tocó ni nada, solo quería verme cogiendo. En una ocasión, cuando él estaba a punto de venirse, nos levantó a ambos y nos tiró al río, 10 pies [3 metros] abajo. Era así de fuerte".

El testimonio de Scotty está en el libro My Buddy. World War II Laid Bare (Taschen, 2014), que me regalé en diciembre seducido por sus cachondísimas y muchas veces estéticamente logradas fotografías de jóvenes militares captados por sus compañeros en momentos de íntimo recreo, mostrando la hermosa anatomía de una manera natural, alegre y hasta orgullosa.

Praderas, playas, ríos poco profundos, tiendas de campaña y dormitorios, regaderas improvisadas al aire libre, incluso letrinas y salas para la auscultación venérea grupal son los contextos donde los donceles americanos fueron retratados.

Generalmente se les ve posando felices a la cámara para recuerdo de algún compañero miliciano que, si sobrevivía a los peligros y estrecheces de la guerra, guardaría la instantánea en un álbum especial.

Cómo podría imaginar nadie que medio siglo después esos retratos saldrían del contexto familiar de los veteranos y llegarían a las manos de un coleccionista, Michael Stoke, que las fue adquiriendo de otros coleccionistas y en subastas (¡cómo lo envidio!).

Y mucho menos era previsible que se difundirían en forma de libro para el particular deleite de las miradas bragueteras de puñales como Yolanda. ¡Qué derroche de vida, guapeza y deseo emana de cada instantánea!

La editora del grueso volumen, Dian Hanson, a quien también debemos otra joyita de grandes gozos priápicos, The Big Penis Book (Taschen, 2008), explica que durante la Segunda Guerra Mundial las cámaras fotográficas, como las de Kodak y Agfa, eran baratas y abundaban entre los combatientes americanos y europeos. Leica incluso fabricó un modelo específicamente para la fuerza aérea alemana (Luftwaffe), que fue regalado a miles de combatientes.

"Muchos hombres hicieron meticulosos registros fotográficos de lugares y eventos que nunca volverían a ver, así que ¿por qué no incluir también esas graciosas fotos de desnudos?", apunta Dian.

El exhibicionista Scotty sirvió entre 1942 y 1945 en varios regimientos de paracaidistas de los infantes de marina, combatió en las Islas Salomón Guadalcanal y Bougainville, y en la cruenta batalla en Iwo Jima contra las fuerzas del Imperio de Japón.

Este veterano subraya que una estrategia de supervivencia para los soldados era escoger bien a quien sería su buddy. Era más trascendente incluso que decidirse por quién podría ser una buena esposa.

"Necesitas a alguien de quien puedas depender y que pueda depender de ti", explica el sobreviviente de 90 años en la introducción de My Buddy.

"Se puede decir que el tipo de compañero con el que te gustaría estar en una madriguera de zorro [trinchera] era alguien que estaba a las vivas y no se iba a mosquear o poner nervioso".

E inmediatamente aclaraba que esa situación de cercanía y dependencia no tenía nada que ver con la cuestión gay. "Porque si tú eras gay inmediatamente te expulsaban de los infantes de marina, incluso si solo pensaban que eras gay te expulsaban".

Los cachagranizo, agrega Scotty no sin sentimiento de rivalidad estereotipada, se iban normalmente a la marina "debido a la vida aseada abordo de un barco y el bonito uniforme blanco".

Después de haber pasado –como refiere el marine– 20 o 30 días en la jungla combatiendo al enemigo en las condiciones más adversas, imagino que a esos muchachos de 18, 19 o 20 años el  haber regresado sanos y salvos a la retaguardia para descansar esperando nuevas órdenes les habrá provocado el regocijo que se advierte en las fotos tomadas en momentos de feliz esparcimiento, como si de tiempos de paz se tratara.

Pero era precisamente la guerra la que los unía con un lazo que sin duda estaba tejido con variadísimos sentimientos como confianza, zozobra, gratitud, esperanza, admiración o franca veneración y, ¿por qué chingaos no?, amor sin etiquetas.

"Lo que la gente no entiende es que los chicos que se enrolaban eran entonces más inocentes. Muchos acababan de dejar la granja o algún pueblo pequeño", precisa Scotty, y más adelante los describe:

"No tenían tatuajes en su maldito cuerpo. No tenían el pelo largo. No consumían drogas. En aquel momento tú podías poner tu brazo alrededor de tu compañero, todos podían nadar desnudos y nadie le daba a esto una segunda intención".

O sí y de manera muy secreta, cuidando, procurando o bebiéndole el aliento al camarada con la única opción del deseo reprimido ante un contexto donde todos los participantes eran alentados a mostrar actitudes más que viriles, de machos.

Yo tuve que proceder así en la preparatoria y la universidad con sendos amigos, más que queridos. A uno de ellos le escribí una sincera carta ponderando las cualidades que en él admiraba. Después de leerla, su nerviosismo para agradecerme mis afectuosas palabras hoy me saca una nostálgica sonrisa.

¡Y con otro sufrí la tortura de dormir en la misma cama mirando su torso desnudo sin poder recorrerlo con la punta de la lengua!

Claro que después de una batalla, de vuelta al cuartel en un contexto de euforia hormonal, de chanzas al aire libre con palabras obscenas, de agarrones de nalga como suelen ser los juegos entre chicos –y no tan chicos, ¿verdad, compadre?– con miradas comparativas al florete saltarín o enjabonado del vecino, y sin mujer alguna en los alrededores, es altamente probable que en los parajes solitarios el instinto de vida de más de un joven calenturiento se haya desbordado encima o dentro del hermoso cuerpo de su manito del alma.

¡En tiempos de guerra cualquier hoyo es trinchera! Y también en los tiempos de posguerra porque, en una entrevista publicada por Vanity Fair en septiembre de 2018, Scotty reconoce que ese sexo que supuestamente a los buddies no les pasaba por la cabeza intercambiar en el teatro de maniobras, sí lo ejercieron con señores al regresar a Estados Unidos, para sobrevivir.

¡Presenten armas! "El tipo con la gran verga, de buen cuerpo, siempre era el primero en desnudarse, y después otro y otro hasta que todos los acababan sin ropa", afirma el veterano Scotty Bowers.

Eran jóvenes y guapos, habían tenido la suerte de conservar intacto su cuerpo vigoroso y por lo tanto rebozaban ganas de vivir, así que al verse abandonados por su gobierno sin dólar alguno, en el Hollywood donde Scotty y varios de los ex combatientes se establecieron, aprovecharon el furor que causaron entre no pocos galanes de la pantalla grande.  

El razonamiento era muy práctico: si habían sobrevivido a los horrores de las trincheras, complacer el agujero de un generoso caballero a cambio de buen dinero era un mal bastante llevadero (ay, me salió en verso).

My Buddy no solo me ha complacido el ojo de loca, también me ha brindado el consuelo de pensar que aun en las situaciones más adversas –como una guerra o esta puta pandemia que no termina– la pulsión vital siempre hallará caminos para el gozo.    

¡Hasta el próximo choque de chichis y braguetas, señoras y señores míos!

Qué cagados podían resultar algunos momentos captados como travesura por los compañeros que tenían una cámara, para guardarse en álbum de recuerdos.

   

     

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