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Miradas y sudores en el museo

Miradas y sudores en el museo

Por Antonio Bertrán

El bultillo bien marcado en la ceñida trusa blanca, salpicada aquí y allá con la sangre que escurre por la piel de nácar, me evoca una fantasía fetichista en la cual Blas goza bienaventuradamente de su martirio, en tránsito a la santidad.

Para inflamar mi deleite no solo estético, su esbelto cuerpo tiene un precioso ombligo cuyo contorno en espiral me encantaría seguir con la punta de la lengua. A ese centro, o más abajito al medieval calzón abultado, el pintor español Martín Bernat hizo converger el punto focal de su obra al montar en una equis de burdos maderos al hombre rubio, atado de manos y pies (estos últimos también son exquisitos, dignos de adorarlos a besos).

Con cepillos de alambre para cardar lana, dos verdugos laceran la delicada carne del obispo armenio, a quien me habría encantado morder con creciente fuerza los pezones, hasta sentir el sabor de la sangre, para acompañar su sublime entrada al cielo.

La idea de unirme así a los martirizadores del legendario santo me provoca un cosquilleo en los peludos ovoides, que siento un tanto sudados porque este mediodía de domingo llegué al Museo de San Carlos pedaleando mi bicicleta bajo un generoso sol primaveral.

Martirio de San Blas, Martín Bernat, óleo sobre tabla, ca. 1480-1490.

Qué contraste de la luminosidad que perfila el patio ovalado del edificio colonial por donde entré, con la fresca penumbra que envuelve a la primera sala donde me hallo. Está dedicada a las obras medievales, porque este Martirio de san Blas fue ejecutado por Bernat a finales del siglo XV y es una fortuna que lo tengamos en México.

Soy el único visitante, doy la espalda a la custodia distraída con la pantalla de su celular y meto la mano a través del resorte de mi trusa hasta la entrepierna, que efectivamente palpo húmeda. Con los dedos impregnados de mi ácido sudor jugueteando en la nariz, sigo admirando un rato más la escena, bellamente cruel.  

La Epifanía lúbrica que he experimentado ante este óleo sobre tabla prende en mí el apetito de recorrer la colección de arte como el mirón que va por la vida atento a los ojos deseosos de los demás, o ávido de sorprender los acomodones del bat de algún deportista que viaja en pequeños shorts, parado en el metro.

De pronto siento que la sangre quiere fluir para hinchar la cabeza de mi carnal martillo, pero se detiene porque los hombres medievales no son precisamente sexys. Están pálidos cual figuras de marfil maquilladas con chapitas nada apetitosas, reconozco frente a una larga tabla, también del siglo XV, que empieza con un candoroso San Jorge luchando contra un dragón casi de caricatura, y culmina en una escena de la Resurrección, donde el Cristo recién salido del sepulcro no avivaría el deseo ni de un necrófilo cegado por el más infernal deseo.

¡Pero mira nada más qué pestañones y tupidas cejas tiene este mulato que mira directamente al espectador! ¡Y su barbita rala es la de quien está entrando a la adolescencia, ufff! Tenía que ser Baltasar, claro, el más exótico de los magos de Oriente, a quien sin embargo Pedro Berruguete no pintó negro de esplendor como mi conciencia, sino cual mulato pero con los carnosos labios –me inclino a ver de cerquita– mojados y entreabiertos.

"¡Vamos a quemar tu mirra con mi incienso, hermoso señor!", pienso de camino al siguiente núcleo de obras, y la traviesa sonrisa que emerge es interpretada como un saludo por la custodia de la siguiente sala.

La adoración de los Reyes Magos (detalle), Pedro Berruguete, óleo sobre tabla, finales del siglo XV.

Ahí hay dos visitantes más. Se miran guapitos, con barba tan espesa y cuidada como la que Lucas Cranach el Viejo le pintó al retrato de Federico de Sajonia que contemplan, aunque en el caso de las comadres sin cana alguna. Negra la del más alto y casi pelirroja la de otro, las frotan en cariñoso arrumaco esquivando la mirada que les lanzo cual carnada con un movimiento de mano braguetera, como diciendo: "¿Hacemos una santa trinidad, encantos, o terminando se van a ir a comer con sus mamis?".

Okeis, no, seguro que se juraron fidelidad monógama hincadas ante algún altar retorcido de barroco, sigan su recorrido y que luego gocen, desde el aperitivo hasta el capuchino con rompopito, del chismorreo de las bien habidas consuegras.

¿Sí será Eva esa figura que con fornido brazo va a tomar la manzana ofrecida por la serpiente enroscada en el árbol? Adán, de perfil delicado y pelusilla en el rostro, tiene los bíceps igual de trabajados, aunque la cadera más sinuosa que su compañera del Paraíso.

Una vocecilla demoniaca me insufla la idea de que el primer hombre del Génesis, en este óleo del siglo XVI que me sobrecoge, parece chico transgénero, y que con tan pequeño busto al desnudo, la Eva bien podría pasar por la primer mujer trans para convertirse en patrona de tanta deliciosa pecadora entre mis amigis, reinas del truqueado burlesque.

El pecado original, autor no identificado, óleo sobre tabla, mediados del siglo XVI. 

Creo que en este ambiente de pintura religiosa, para seguir con el sano cachondeo debo buscar lo mejor de las mitologías bíblicas: el glorioso cuerpo de Cristo. Las apariciones no se hacen esperar, y ahí estás, señor del dulce madero, arrobándome al igual que a Santa Catalina de Siena.

Y más allá te veo tirándole los brazos, milagrosamente liberados de la cruz, a un deseoso abad San Balduino como para caerle encima y cubrirlo de gozo. ¿Estoy en un rapto místico o el óleo de Gaspar de Crayer es tan realista que transpira los sudores de la pasión?

En la rendija entre las hojas del díptico veo unos ojazos inquietos, que me invitan a rodear la obra. Son del custodio de la sala. ¡Qué joven es! ¡Tiene un color de piel más intenso que el medieval mago Baltasar! Pantalón reglamentario azul marino de estrecha cintura y talle largo, la camisa blanca está dividida por la corbata oscura que hizo muy bien en no correrse hasta el ahorcamiento, y dejó flojo el último botón.

Aparición de Cristo a San Balduino abad, Gaspar de Crayer, óleo sobre tela, ca. 1660. 

¡Del guardia viene la esencia que atribuí a las divinas axilas de Cristo! Y eso que la sala está debidamente aclimatada y, a diferencia de sus compañeras, él se ha permitido dejar el saco en el respaldo de la silla.

–Buen día, ¿por dónde sigue el recorrido? –solo se me ocurre preguntarle para romper la tensión que se ha formado al mirarnos de frente.

Su sonrisa pícara surge acompañada por la erección del brazo izquierdo para señalarme el camino, y deja ver una húmeda mancha en la costura que une la manga con el talle de la camisa. Me mojo los labios con la lengua, casi sin darme cuenta.

Comprendo que el olor que me sacude ahora es el de un hombre brioso que se bañó con prisa para salir corriendo a trabajar en un día que la mayoría de las personas aprovechamos para el recreo. Deliro conjeturando que olvidó pasar la barra desodorante sobre la alfombrilla de pelos negros, que deben ser abundantes como los que peinó con gel.

Automáticamente llevo mis dedos a la nariz: aún tienen fijo el goteo de mi ingle ciclista. Aspiro mi propio olor y le digo:

–¡Gracias, joven! ¿Y qué sala sigue?

–La del retrato, caballero –es lógico que así me llame, sin duda le duplico la edad o más que eso.

–¡Caballero! ¡Como si fuera uno de los viejos decimonónicos de la colección! –juego recordando el elegante retrato del arquitecto Lorenzo de la Hidalga, que le refiero para hacer notar, en un gesto de coquetería infalible, que solo podríamos parecernos en los ojos claros.

Retrato del arquitecto Lorenzo de la Hidalga, Pelegrín Clavé y Roque, óleo sobre tela, 1851.

–Por tu estampa, yo pensaría más en El joven Cordero –revira con un tuteo que me llena de deseo los cuerpos cavernosos del hidalgo espadín.

–Ese no lo recuerdo –confieso para pasar por alto la descarada adulación, aunque no puedo evitar una risilla.

–Ven, te lo muestro rápido, al fin que hoy casi no hay visitantes que custodiar.

Frente al retrato de Manuel Cordero, hermano del pintor Juan Cordero, me penetra más vivamente el olor corporal de mi improvisado guía.

–¡Además de joven es guapísimo! –desenvaino la espada del ligue joteril–. Y mira, creo que los ojos son como los tuyos, aunque tú tienes las cejas más finas y ya quisiera el pálido Juanito tu hermoso color de piel. ¿Cómo te llamas, encanto? Yo soy Antonio.

El joven Cordero, Juan Cordero, óleo sobre tela, ca. 1845.

–Yo me llamo Juan, como este caballerito –ríe su gracejo–. Juan Cruz, mucho gusto, Antonio. Ahora debo regresar a mi puesto porque ya no tarda en pasar mi supervisora para indicarme que puedo salir a comer. Disfruta mucho tu visita.

–Gracias, Juan, por guiarme hasta tan hermoso muchacho. Pero... a ver si te encuentro antes de irme.

–Sí. Hoy no saldré a comer, traje una torta. Estaré en el patio de la cafetería, a lo mejor se te antoja tomarte un refresco o algo.

Sigo a Juan con la mirada, o mejor dicho con la nariz. Aspirando fuerte no me importa llamar la atención de una visitante porque me hallo ensimismado al distinguir que el muchacho ha dejado en el aire notas de madera de alguna loción barata, que combinan de maravilla con sus feromonas en flor.

Recuerdo que el aliento de Juan es fresco. Me pregunto a qué le olerá la cabecita cuando descorre su gorro prieto para orinar... ¡Estoy en un frenesí muy cerdo! Ya no puedo mirar con atención a las nobles damas que cuelgan en las paredes, engalanadas como se posaba según la moda del siglo XIX.

Ansío el momento de volver a tener cerca a ese fragante cuinito, aunque su excitante olor pudiera ser opacado por la cebolla de la torta.

Pero antes de propiciar el encuentro procuro dominarme buscando a mi amiga doña Lujuria y su contraparte entre las alegorías de una colección de grabados académicos sobre pecados y virtudes.

Voy de uno a otro, impaciente, y termino por creer que la antónima de la aburrida castidad fue obviada por el curador o mis ojos no la vieron porque son presa de ella misma.

Por fin salgo de la última sala, tomo una bocanada de aire fresco asomándome al óvalo del patio; siento que sudo como nunca, parezco afiebrado.

"Agua en la cabeza, ve al baño a refrescarte antes de que te incendies, sátiro otoñal", me digo y camino hacia el servicio. No puedo más que sonreír cómplice al pasar junto a la escultura del púber Ganimedes a punto de ser raptado por Zeus transformado en águila.

En el baño está Juan lavándose las manos. Levanta la cara al oír la puerta, que casi le pega al abrirse, y me sonríe desde su reflejo en el espejo. El espacio es pequeño y todo el aire huele intensamente a Juan. Con la sonrisa clavada en la imagen del joven, lo paso por detrás, no evito rozarlo y me paro en el mingitorio junto al lavabo.

La concordia, la prudencia y la constancia, autor no identificado, aguafuerte y buril sobre papel, siglo XVI.

En un grabado sobre La concordia, la prudencia y la constancia hace un minuto vi a un efebo desnudo detener el brazo de otro personaje que se ha atrevido a acariciarle la cabeza. Juan no hace intento alguno de esquivarme cuando le acaricio las nalgas. La mano que él llevó hacia mí, deseosa de tocar y asir, tampoco se inmuta al sentir el chorro de orina caliente que sale de mi cada vez más endurecido surtidor. Me pone como bestia ver que se chupa los dedos húmedos y luego los lleva a mis labios para que haga lo mismo.

–Desde que entraste en la sala me prendió tu olor a sudor –susurra Juan en mi oreja, y luego pega la cara a mi hombro jalando aire como quien acaba de ser rescatado de ahogarse. Debe ser costeño, pienso con el corazón en pleno carnaval, me late que es de Veracruz.

Rápido, el joven custodio gira para poner el seguro a la puerta del cuarto de baño, que en realidad es de uso individual. Al quitarme luego la playera de un tirón percibo de golpe los vapores de mi propio sudor, que se van mezclando con los salidos, cual soplo de brisa ardiente, de la camisa abierta con urgencia de Juan.

Olemos y lamemos por turnos, cada vez más desesperados, las axilas del otro. Entre jadeos gozo lo que imaginé habría en ese vértice de tupidas y húmedas articulaciones corporales. Hay un escurrir generoso de salivaciones ajenas por cada flanco de nuestros torsos, moreno de bronce uno, ceroso el otro. Los sudores vuelven a mezclarse en el gusto de nuestras lenguas, restregadas al igual que nuestros vientres y que por milagro no nos arrancamos con una feroz dentellada.

Tocan a la puerta... Son dos golpes tímidos... Juan me tapa la boca a tiempo, muerdo dos de sus dedos y no entiendo con qué artes logra mi inflamado amante recuperar el aliento en un segundo para advertir marcialmente: "¡Ocupado, vaya al baño de abajo!".

El doncel custodio pudo ahogar el grito de mi orgasmo pero mi precoz muchacho le escupió la pernera del pantalón, que apenas se había podido desabrochar cuando se abrió la camisa.

La sonrisa que trato de dibujar para significar "Lo siento", la intercepta Juan con un suave beso y, travieso, conduce mi mano bajo su trusa negra hasta el fuego de su joven entrepierna. Me regodeo palpándole una abundante humedad viscosa como lava de mármol, que luego quema mis labios...

Como el sexo abre otros apetitos vamos hambrientos por el pasillo rumbo a la cafetería del museo. Justo cuando nos acercamos al águila real, raptora de Ganimedes, le advierto a Juan que nos está mirando y parece abrir el pico para decirnos algo.

–¿Qué cree que nos diría el pederasta Zeus, señorito custodio?

–Sin duda, caballero, nos amonestaría gritando: "¡No se lavaron las manos, cerdos!".

¡Hasta el próximo choque de chichis y narices, señoras y señores míos!

El rapto de Ganimedes, José Díaz, 1858.

 

 

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