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El alba del deseo: Historias de iniciación púber

El alba del deseo: Historias de iniciación púber

Por Antonio Bertrán

Estos dos relatos son verídicos, evocados hasta el detalle más morboso por sus protagonistas, queridos amigos de Nosotros los jotos. Los comparten para cachondearte y también para contribuir a que nos identifiquemos y sintamos orgullosos de nuestras primeras vivencias de amor gay. ¿O serán solo de irrefrenable deseo y abuso...?

Ellos las gozaron como te invitamos a hacerlo leyéndolas junto con el arte del también querido Felipe Ugalde (Ciudad de México, 1962), un finísimo ilustrador de libros infantiles, quien no hace mucho sacó del clóset su homoerótico pincel y ahora nos engalana.  

El precoz director de orquesta

Corría 1984 y Paquito, con 13 años, cursaba primero de secundaria en una escuela católica. Era un chico tierno y de complexión rolliza, estudioso pero güevón como ninguno para los deportes.

Al igual que sus compañeras del salón, había escuchado perturbadores platillos cuando Luis se presentó como su nuevo profesor de música. Alto y delgado, de cabello negro y labios pulposos que prodigaban sonrisas mientras hablaba de pentagramas, escalas y bemoles, el docente rondaba los 27 años y tenía un leve acento, como de hijo de españoles. ¡Era un concierto de seducciones en crescendo!

Los martes, las actividades del grupo empezaban con dos horas de deportes. Paquito inventaba siempre dolencias y malestares para evitar la gimnasia y quedarse dormitando en el salón, ubicado al final del último piso de la escuela. Una de esas mañanas entró anticipadamente Luis para preparar los detalles finales de su clase, que en el horario seguía a la de educación física.

Con seca autoridad, el profesor golpeó el escritorio sobre el que se había dormido el perezoso Paquito, y lo regañó aludiendo a lo pesados que habrá tenido ya los ovoides en la temprana edad de su desarrollo. Mas, quien realmente los tenía boyantes, con una fragante vellosidad de hombre, era el maestro Luis...

En la regadera, Paquito le había dedicado al músico mentor esas primeras fantasías que erizaban su carne palpitante y lo llevaban a demorarse enjabonando su pisarrín, cada vez más hinchado, hasta sentir el cosquilleo del orgasmo y derramarse entre burbujas.

Fetichismo, acrílico, 2020.

Así que al ver que estaba solo con su amor platónico en el remoto salón, el estudiante no pudo refrenar esa sinfonía desbocada que bien podría titularse El alba del deseo y, temblando, se acercó al escritorio.

Luis hizo como que no se daba cuenta, hasta que Paquito puso el brazo en su hombro y le preguntó qué hacía. No oyó su respuesta, solo el cada vez más fuerte retumbar de platillos, los mismos que ahí lo turbaron unas semanas antes, el primer día que lo vio. Con el brío de la pubertad, el alumno rodeó el cuello de Luis.

–¡Qué haces, chamaco! ¡Eh, eeeh, que me vas a meter en problemas! –trató de zafarse el maestro.

–¡Quiero todo contigo! –desató así Paquito un tañer de címbalos lascivos que, con la torpeza propia del aprendiz, comenzó su vibrar con lametones en las oscuras vellosidades del pecho que ya dejaba al descubierto la camisa desabotonada, y en tres saltos como staccatos hirió con la lengua el amplio ombligo y descendió a la bragueta, donde el clarinete mayor se erguía listo para entrar en la melodía saturnal cuando lo indicara el precoz director de orquesta.

El zíper cedió y el instrumento apareció brillante para perderse en la boca del adolescente, que en el frenesí de la inexperiencia lo mordió. “¡Ay, no, así no, que me duele!”, lo amonestó el profesor para arrebatarle la batuta y guiarlo en el acompasado arte de soplar la flauta.  

“Voy a ser el primero en tu vida”, susurró el músico convertido en tutor erótico, lamiéndole la oreja. Y sin más bajó el short del inútil uniforme deportivo. Paquito no entendía qué iba a pasar, pero antes de poder preguntar un beso, ¡el primero!, se adelantó a desflorarle los labios.

Mejor devolvámosle la batuta al efebo para que continúe con la narración de su iniciática canción:

“Con el beso sentí su barba rasposa, y solo eso me hizo de inmediato venirme en el piso. No había recuperado el aliento, cuando ya me tenía sentado en su regazo, viéndolo de frente, escupió tres dedos para humedecerme el ano con su espesa saliva y cuando finalmente pude tenerlo dentro experimenté un desconocido dolor que poco a poco logró dilatarse en el placer más alto: ¡Había sido suyo!”.

Sin perder tiempo, Luis se subió los jeans Sergio Valente que tan bien le ceñían las piernas. Abotonó y fajó su camisa para recobrar su siempre pulcra imagen de docente. Sonrió a su pupilo antes de limpiar con su impoluto short el charco de semen que había derramado tras recibir ese primer beso, profundo y largamente soñado.

El muchacho, aturdido por esa mezcla de dolor inaugural y placer de la victoria que coronó su audacia, no tuvo más remedio que vestirse con el mismo short y corrió a su pupitre para ocultar la prueba de su precocidad poniéndose encima los pants del uniforme.

Con los sentidos hipersensibles, Paquito sintió que despedía un intenso olor a leche de púber, pero sus compañeros no percibieron nada cuando, concluida unos minutos después la clase de deportes en el patio, regresaron con algo de retraso al salón para la materia de música.

En público, Luis empezó a tener una discreta consideración con su iniciado, que despertó la envidia y algo de carrilla en sus compañeras de salón, lo cual poco le importaba al enamorado Paquito.

Cada vez que sus imaginarias dolencias surtían el efecto esperado, el alumno siguió esperando a su mentor fingiendo que dormitaba sobre el pupitre. En cada uno de esos martes brincaba de feliz deseo cuando, al entrar, Luis decía con un timbre cantarino: “Buenos días, pequeño...”.

Flotando, acrílico, 2020.

Carnalitos y hermanos de leche

En un paisaje de tinacos y antenas, entre altos muros propicios para lo prohibido, hirieron mi doncellez cuando yo tenía 12 años…

Mis padres eran aficionados a la charrería y cada fin de semana, después del cortijo, la celebración seguía generalmente en casa de un hermano de mi mamá, un orgulloso charro profesional.

Yo era un adolescente delicado y muy tímido, pero me sentía a gusto con Felipe, el hermano menor de mi tía política, la dueña de la casa, que a sus 17 años era alto, con el moreno cuerpo correoso y una espontánea coquetería.

En esas tardes pachangueras, que se prolongaban hasta la madrugada, me encantaba acompañar a Felipe a la papelería o la tienda por algún mandado, así que no me extrañó que en una ocasión me pidiera subir con él a la azotea de su casa.

Ya estaba avanzada la noche y contemplábamos las constelaciones que se dejaban ver en el cielo, cuando mi amigo me preguntó, con su natural picardía, si ya sabía lo que era masturbarse. Como solté un intrigado "No", se ofreció a instruirme ahí mismo.

Sin más, desabotonó los jeans y al aire fresco quedó expuesta su reata oscura, que de inmediato lazó mis curiosos ojos cuando con solo tres sacudidas alcanzó su esplendor. Después de algunas manipulaciones más, mi nuevo instructor me pidió que lo ayudara en su tarea ¡con la boca!

–¿Cómo? –pregunté con una inquieta inocencia.

–Solo imagina que estás chupando una paleta Tutsi Pop, Carlito.

Como obediente aprendiz, caí de rodillas y me apliqué en saborear su buena fusta, que hasta me supo dulce. Felipe acariciaba mi cabeza con sus fuertes manos para marcar el ritmo de entrada y salida, cada vez más profundo, hasta llenar mi garganta, y yo sentía su miembro cada vez más agrandado y no podía evitar algunas arcadas que Felipe, liberándome, lograba que no pasaran a mayores.

La inédita situación había disparado la adrenalina y no sé cuántas hormas más, y me hacía experimentar una mezcla de fascinación y nerviosismo, así que no supe qué responder a su pregunta de si quería que terminara en mi garganta.

"¿Terminar cómo?", pensaba cuando mi mentor aseguró: “Te va a gustar”. Y sin más lanzó un torrente más ácido que dulce, casi ahogándome. Cuando pude liberarme de sus manos y jalar una bocanada de aire, tuve que reconocer, aunque turbado, que tenía razón: ¡Me gustó mucho!

Después de fajarse la camisa en el pantalón, Felipe me tomó de la mano y antes de bajar las escaleras para regresar a la fiesta como si nada hubiera pasado, sonriendo me dijo un lindo "¡Gracias!".

Como cada fin de semana, se había hecho muy tarde, todos los charros y familiares ya estaban embrutecidos porque en esas reuniones los licores corrían como caballos sin freno, así que nos quedaríamos a dormir ahí.

Felipe me ofreció su cuarto, y claro que acepté con una renovada descarga de adrenalina. Nomás cerró la puerta, mi iniciador estrenó mis púberes labios pegándolos a los suyos, y me clavó su lengua frotando la mía.

Entre caricias me fue quitando la ropa. Él mismo se desnudó en un momento. ¡Cómo recuerdo su cuerpo oscuro de músculos naturalmente marcados! Luego se acostó en la cama y me pidió que montara la erección que ahora me parecía monumental.

Frotagge, acuarela, 2019.

—¿No me va a doler? —seguí con mis dudas de primerizo.

—No mucho. Mira, pásame ese frasco de crema, así será más fácil.

El perfume dulzón de la crema inundó la recámara. Cerré los ojos y a horcajadas me fui deslizando en esa nueva montura de cuero rígido y lubricado. De inmediato sentí dolor y traté de zafarme, pero Felipe me sujetó como a un corderito que pretende huir del matadero, y con una embestida traspasó sin más mi estrecho acceso.

Iba a gritar cuando su manaza me tapó la boca. Nos quedamos quietos algunos segundos y luego él empezó lentamente a sacar y meterme su fusta. Poco a poco todo fue como un maravilloso dar vueltas en un carrusel de feria sin control.

Al final, vi en la cabalgadura y en el papel con el que Felipe comedidamente me limpió, rastros de mi encarnada desfloración. "Estarás bien, no te preocupes", dijo para tranquilizarme, y nos dormimos. Antes del amanecer volvimos a cabalgarnos.

Desde ese día, la llegada de los fines de semana charros me provocaba una inquietud morbosa, porque Felipe siguió instruyéndome secretamente en el arte del jaripeo. Pero en una ocasión me impuso una prueba que me desconcertó.

Siguiendo sus indicaciones había subido a la azotea para esperarlo. Ansioso de deseo, los minutos me parecieron eternos. Mi corazón se aceleró cuando finalmente oí pasos en la escalera. Pero quien subió no fue Felipe sino uno de sus hermanos mayores, Clemente, que tenía 20 años.

Sentí miedo, sobre todo cuando me dijo, abrazándome porque hacía un poco de frío, que Felipe le había contado de lo nuestro. Traté de soltarme, pero él me retuvo con fuerza pero sin lastimarme.

–No te preocupes, Carlito, no pienso decir nada. Al contrario, me gustaría que hicieras lo mismo conmigo, ¿estás de acuerdo?

Mi cabeza empezó a girar llena de dudas. Sentí más miedo pensando que de no acceder, Clemente nos acusaría con toda la familia, lo cual hubiera sido terrible en esos años, a finales de los 70.

Como no respondí ni me moví, el inesperado amante llevó mi mano hasta su bragueta, donde sentí que crecía un miembro de tamaño considerable. Lo liberó abriéndose el pantalón, jaló mi cabeza y yo me dejé llevar hasta paladear la potencia de su ser adulto…

Clemente no fue tan galante como Felipe porque, después de un rato, sin avisarme hundió su ariete hasta el fondo y descargó en mi garganta, provocándome casi un ahogo. Pero sí me abrazó para agradecerme y dijo que había estado muy padre.

Cuando bajamos de la azotea, ya se estaban repartiendo las recámaras para dormir. Yo creí que me quedaría con Felipe, pero Clemente se adelantó a ofrecerme asilo en su cuarto. Miré a mi amante original, quien solo alzó los hombros, como asintiendo.

En la oscuridad de su habitación, Clemente siguió comportándose menos delicado en los lances de amor. A pesar de la crema que aplicó, tuve que apretar los dientes y cerrar los puños cuando, puesto en cuatro, me llenó con un solo movimiento de cadera. Pero al igual que ocurrió con su hermano, muy pronto empecé a gozar con su vaivén.

Gozo que se convirtió de nuevo en turbación al ver que la puerta se abría con sigilo… ¡Era Felipe! Sin decir palabra, mi querido iniciador se desnudó para reclamar sus fueros colocándose frente a mí cara y hacerme recordar lo dulce que era su caramelo de chocolate.

Hacia la nada, temple, 2019.

Después de un rato en el que nunca se tocaron, los hermanos intercambiaron posiciones. Mi respiración estaba al máximo y terminé, sin necesidad de tocarme, sobre las sábanas. Casi inmediatamente, Felipe y Clemente inundaron mis dos cavidades. Caímos exhaustos y me quedé dormido entre ambos.

A la mañana siguiente, durante el regreso con mi familia a casa, llevaba la mente hecha pelotas, pero estaba muy satisfecho.      

La siguiente reunión tocó en mi casa. Para mi pesar, los tan compartidos hermanos no asistieron, solo el mayor, Pedro, que era casi treintañero, de cuerpo bien formado porque era el más deportista de todos, aunque menos alto que sus carnalitos. Tenía una carácter muy diferente al dicharachero Felipe: era serio y callado, todo lo observaba y analizaba.

Mis precoces experiencias ya me habían despertado la antena, así que pronto me di cuenta de las miraditas que me lanzaba Pedro. Después de horas de reunión, en la que los adultos terminaron aturdidos por los litros de alcohol que se tomaron, yo me retiré a mi recámara para dormir. Con anticipación, mi madre me había dicho que pusiera una colchoneta en el piso para mí, porque mi cama la ocuparía alguno de los invitados.

Acostado en la colchoneta apagué la luz. No habían pasado ni 15 minutos cuando escuché que alguien entraba a la habitación. Cuál fue mi sorpresa al ver que Pedro estaba en el marco de la puerta, y prendió la luz.

–¿Puedo acostarme contigo? –dijo mirándome.

–Claro que sí, ya está lista la cama para que te acuestes.

Enseguida se desvistió quitándose incluso la ropa interior. Yo me acurruqué en mis cobijas y volví a cerrar los ojos. Sentí cuando se metió en la cama, y al cabo de un rato me habló.

–Oye, Carlito: ¿Estás dormido? No puedo conciliar el sueño.

Yo no contesté y se hizo el silencio. Un rato más tarde volvió a hablarme.

–No puedo dormir, no me acomodo en la cama. ¿Puedo pasarme contigo? –a lo que dejé correr unos segundos antes de contestarle.

–Como quieras.

Más tardé en terminar de decirlo, que Pedro en meterse entre mis cobijas. Sentí su cuerpo desnudo y cálido muy cerca del mío. Pasaron unos minutos, y me dijo al oído:

–¿Te molesta que me acerque a ti un poco más, Carlito?

No le respondí. Muy pronto sentí su miembro duro entre mis nalgas. Pasó la mano por mi cintura hasta meterla entre mi ropa interior y comenzó a masturbarme. Me giré para quedar boca arriba y él se metió entre las cobijas para mamarme el inquieto gusanito que había despertado entre mis piernas. Su lengua me hizo sentir un estremecimiento intenso y no paró hasta que yo terminé. Mi leche debió ser muy dulce porque Pedro no solo se la tragó, sino que me exprimió hasta la última gota y finalmente se relamió los labios.

Luego le tocó su turno de gozar. Levantando mis piernas, acomodó su ariete –sí, de los tres hermanos era el de mayor calibre– y comenzó a introducirlo lentamente al tiempo que le dejaba caer su saliva en una larga hebra, para lubricarlo bien. Cuidadosamente comenzó a moverse y al cabo de un rato embestía mis entrañas con más fuerza, mientras  sus labios recorrían mi imberbe cara, cuello y torso. Un violento empujón, en medio de un un gemido ahogado, me indicó que Pedro había cruzado la gloriosa meta.

Con el papel higiénico que tenía en el buró, él se limpió primero e hizo lo mismo conmigo. Recostándose me abrazó y así nos quedamos dormidos. Afortunadamente nadie más se fue a quedar con nosotros esa madrugada, porque amanecimos abrazados. Muy temprano, Pedro se vistió y despidió dándome un cariñoso beso.

Aunque repetí muchas veces con Felipe y Clemente, juntos y por separado, esta fue la primera y última ocasión que tuve relaciones sexuales con el mayor de los carnalitos, que conmigo se convirtieron en un triángulo de hermanos de leche.

Fue un inicio a las relaciones sexuales y mi descubrimiento del mundo gay muy bello, nunca fui forzado a realizar el acto, fue en total y completo consentimiento.

Por cierto que los tres se casaron y dos de ellos emigraron a Estados Unidos. Claro que en ninguno de nuestros reencuentros posteriores, ya adultos, se ha tocado este tema. Yo nomás me río, acordándome de la vieja azotea, cuando veo sus cabezas canosas, de respetables padres, entrando a las fiestas de familia...

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¡Jotísimas gracias y hasta el próximo choque de chichis y braguetas con mucho deseo, señoras y señores míos!

Carne y deseo, acuarela, 2019.

Corregidas y muy engrosadas, 24 de febrero de 2015 y 29 de septiembre de 2015.

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